sábado, 14 de marzo de 2020

LA VIDA NO ES SOLO LO QUE HACEMOS (Confinados en casa por el coronavirus)


La actual situación de confinamiento en casa por el coronavirus, me trae a la memoria una experiencia personal vivida hace ya mucho tiempo (a mi edad, de casi todo hace ya mucho tiempo…) y que quiero compartir con vosotros.

Pocos meses antes de la Navidad de 1994, padecí una enfermedad vírica que me obligó a permanecer más de dos meses en reposo absoluto, sin otra ocupación que vivir; sólo vivir. A menudo, estamos tan ajetreados, tan ocupados, que vivir, sólo vivir, nos parece poco.

En aquel momento, mi actividad era frenética: estaba matriculado como alumno en la Facultad de Filosofía y, además, ejercía como profesor en dos escuelas diferentes. Toda esa actividad me obligaba a salir de casa poco después de las siete de la mañana y no regresar hasta cerca de las diez de la noche. De pronto, me vi obligado a frenar esa actividad y a permanecer en cama…

Entonces escribí esta felicitación de Navidad que ahora comparto con vosotros por la similitud de la situación.

Aquel año, su Navidad se adelantó. Estuvo enfermo. Un virus casi ignoto e inconfeso le obligó a retirarse algún tiempo del trajín cotidiano con el que tantas veces identificamos la vida. Bajo las sábanas, un día tras otro, una y otra vigilia, descubrió –casi por vez primera– que la vida no es sólo lo que hacemos, que el cuerpo es un frágil santuario, que existe un fondo de tristeza en la memoria del vigor perecedero. Hora a hora, minuto a minuto, sin poder hacer nada, la vida se concreta tan sólo en estar vivo. Lejos de gentes y lugares redescubre la vida que late en su interior y, en el reencuentro, se revela una vieja presencia siempre nueva.
          Hay Alguien más. Por mucho que en el fondo palpe la soledad, su yo es un «yo-en-compañía». Un aliento ajeno le habita. Un suave beso acaricia su existencia; escondido cuando él rebosa fuerza, casi visible en horas de flaqueza. Un aleteo acompaña su hálito y, al habitarle, le colma de sentido. Todo tiene sentido. Hasta el absurdo deambular de horas supuestamente perdidas. Todo. Hasta la enfermedad.
          Hay muchos más. La enfermedad es soledad: nadie puede sufrir su pena, nadie participar de su dolor, no se puede compartir el sufrimiento. Pero cuanto más experimenta la propia soledad, más descubre el amor de los que quiere. La familia se reúne en torno a él como ante el hogar donde la lumbre del amor arde alimentada por la afección. Cuanto más se sabe solo, más amigos aparecen en la senda de la vida. Y sabe que nada hizo para merecerlos. Unos llaman por teléfono, otros vienen a verlo, quien está más lejos le envía por correo una novela para que vuelva a vivir haciendo algo. Todo es compañía. Todo. Hasta las horas vividas en supuesta soledad.
          Su Navidad se adelantó. Enfermó y descubrió la compañía. Eso es la Navidad: Dios que se hace compañía, que camina a nuestro lado. Él es el aliento, el beso, el aleteo. Él se hace hombre y, en cada humano, nos hace compañía.
          Su Navidad se adelantó. Y descubrió que, al final, lo que queda es el amor que dimos y el que nos profesan quienes de verdad nos aman. El amor. Lo demás son accidentes.
          Y aprender que lo más importante de la vida es la vida misma, vivir y disfrutar de cada instante, cada luz, cada día… Y amar cada instante, cada cosa, cada persona… Quizá éste sea el secreto de la felicidad.

Años después, publiqué ésta y otras felicitaciones de Navidad en mi libro “Un pesebre en forma de cruz”. Después de cada felicitación había una oración y ésta es la que correspondía a la que acabáis de leer:

Señor,
que sepamos descubrirte en el silencio
y en la soledad.
Que sintamos tu presencia aleteando
en nuestro interior.
Déjanos, de vez en cuando,
experimentar nuestra propia fragilidad
porque en ella será más fácil descubrirte.

Señor,
enséñanos a amar la vida en ella misma,
no en aquello que la ocupa;
a saber disfrutar de cada instante,
a vivirla como don
y a gozar de su gratuidad.

Enséñanos a amar
lo que somos y tenemos,
lo que hacemos con bondad,
lo que vivimos.

Enséñanos a amar a las personas
que comparten con nosotros el camino de la vida
y a decirles con palabras y acciones
que las queremos.

Concédenos la felicidad, también,
de amarnos a nosotros mismos,
de asumir con paz nuestras circunstancias,
de vivir el hoy
sin dejarnos torturar por el ayer de nuestros errores
ni angustiar por la incertidumbre del mañana.

Regálanos la felicidad
que permanece más allá de las circunstancias
favorables o adversas de cada momento;
la que nace de la certeza
de sabernos amados por ti.

Y entonces será Navidad
porque sentiremos tu amor
y tu compañía.

AMÉN.

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