La actual situación de confinamiento en casa por el coronavirus, me trae a la memoria una experiencia personal
vivida hace ya mucho tiempo (a mi edad, de casi todo hace ya mucho tiempo…) y que quiero compartir con vosotros.
Pocos meses antes de la Navidad de 1994, padecí una enfermedad
vírica que me obligó a permanecer más de dos meses en reposo absoluto, sin otra
ocupación que vivir; sólo vivir. A menudo, estamos tan ajetreados, tan
ocupados, que vivir, sólo vivir, nos parece poco.
En aquel momento, mi actividad era frenética: estaba matriculado
como alumno en la Facultad de Filosofía y, además, ejercía como profesor en dos
escuelas diferentes. Toda esa actividad me obligaba a salir de casa poco
después de las siete de la mañana y no regresar hasta cerca de las diez de la
noche. De pronto, me vi obligado a frenar esa actividad y a permanecer en cama…
Entonces escribí esta felicitación de Navidad que ahora comparto
con vosotros por la similitud de la situación.
Aquel
año, su Navidad se adelantó. Estuvo enfermo. Un virus casi ignoto e inconfeso
le obligó a retirarse algún tiempo del trajín cotidiano con el que tantas veces
identificamos la vida. Bajo las sábanas, un día tras otro, una y otra vigilia,
descubrió –casi por vez primera– que la vida no es sólo lo que hacemos, que el
cuerpo es un frágil santuario, que existe un fondo de tristeza en la memoria
del vigor perecedero. Hora a hora, minuto a minuto, sin poder hacer nada, la
vida se concreta tan sólo en estar vivo. Lejos de gentes y lugares redescubre
la vida que late en su interior y, en el reencuentro, se revela una vieja
presencia siempre nueva.
Hay Alguien más. Por mucho que en el fondo palpe la
soledad, su yo es un «yo-en-compañía». Un aliento ajeno le
habita. Un suave beso acaricia su existencia; escondido cuando él rebosa fuerza,
casi visible en horas de flaqueza. Un aleteo acompaña su hálito y, al
habitarle, le colma de sentido. Todo tiene sentido. Hasta el absurdo deambular
de horas supuestamente perdidas. Todo. Hasta la enfermedad.
Hay muchos más. La enfermedad es soledad: nadie puede
sufrir su pena, nadie participar de su dolor, no se puede compartir el
sufrimiento. Pero cuanto más experimenta la propia soledad, más descubre el
amor de los que quiere. La familia se reúne en torno a él como ante el hogar
donde la lumbre del amor arde alimentada por la afección. Cuanto más se sabe
solo, más amigos aparecen en la senda de la vida. Y sabe que nada hizo para
merecerlos. Unos llaman por teléfono, otros vienen a verlo, quien está más
lejos le envía por correo una novela para que vuelva a vivir haciendo algo.
Todo es compañía. Todo. Hasta las horas vividas en supuesta soledad.
Su Navidad se adelantó. Enfermó y descubrió la compañía.
Eso es la Navidad: Dios que se hace compañía, que camina a nuestro lado. Él es
el aliento, el beso, el aleteo. Él se hace hombre y, en cada humano, nos hace
compañía.
Su Navidad se adelantó. Y descubrió que, al final, lo que
queda es el amor que dimos y el que nos profesan quienes de verdad nos aman. El
amor. Lo demás son accidentes.
Y aprender que lo más importante de la vida es la vida
misma, vivir y disfrutar de cada instante, cada luz, cada día… Y amar cada
instante, cada cosa, cada persona… Quizá éste sea el secreto de la felicidad.
Años después, publiqué ésta y otras felicitaciones de Navidad en mi
libro “Un pesebre en forma de cruz”. Después de cada felicitación había una
oración y ésta es la que correspondía a la que acabáis de leer:
Señor,
que
sepamos descubrirte en el silencio
y
en la soledad.
Que
sintamos tu presencia aleteando
en
nuestro interior.
Déjanos,
de vez en cuando,
experimentar
nuestra propia fragilidad
porque
en ella será más fácil descubrirte.
Señor,
enséñanos
a amar la vida en ella misma,
no
en aquello que la ocupa;
a
saber disfrutar de cada instante,
a
vivirla como don
y
a gozar de su gratuidad.
Enséñanos
a amar
lo
que somos y tenemos,
lo
que hacemos con bondad,
lo
que vivimos.
Enséñanos
a amar a las personas
que
comparten con nosotros el camino de la vida
y
a decirles con palabras y acciones
que
las queremos.
Concédenos
la felicidad, también,
de
amarnos a nosotros mismos,
de
asumir con paz nuestras circunstancias,
de
vivir el hoy
sin
dejarnos torturar por el ayer de nuestros errores
ni
angustiar por la incertidumbre del mañana.
Regálanos
la felicidad
que
permanece más allá de las circunstancias
favorables
o adversas de cada momento;
la
que nace de la certeza
de
sabernos amados por ti.
Y
entonces será Navidad
porque
sentiremos tu amor
y
tu compañía.
AMÉN.
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