Esta fue siempre, en principio, la finalidad de la política hasta el punto que Aristóteles (siglo IV a.C.) no acababa decantándose por un sistema político concreto y entendía que tanto la monarquía (el gobierno de uno), como la aristocracia (el gobierno de los mejores), o la democracia (el gobierno del pueblo) podían ser buenos sistemas si a la hora de gobernar se respetaban las leyes y se buscaba el bien común; en caso contrario, se convertían en tiranía, oligarquía y demagogia, respectivamente.
Recuerdo estas lecciones de Aristóteles
en un momento en el que podría parecer que lo más urgente en nuestro país es
replantearse la forma del Estado, como si el pueblo (nuestros políticos siempre
se identifican con el pueblo) estuviera pidiendo a gritos la caída de la
monarquía. Sin embargo, personalmente creo que nuestra democracia necesita, con
mucha más urgencia (haya o no haya rey) el respeto de la ley y, sobre todo, la búsqueda del bien
común.
En mi modesto entender, basta el ejemplo
de la pandemia que estamos viviendo para defender la afirmación de que nuestros
políticos no buscan el bien común. Si en medio de esta extraordinaria y
dramática situación no han sido capaces de alcanzar un consenso y tomar
decisiones conjuntamente, no se me ocurre ya que puedan hacerlo en ninguna
otra, excepto si ser promotores del consenso puede ofrecerles rédito electoral
que es, en definitiva, lo único que parece moverlos, lo único que parece que
busquen. El espectáculo de unos contra otros ha sido (y sigue siendo) de
vergüenza ajena y de sentir impotencia por tener que soportar esta clase
dirigente de tan cortas miras.
Pero hay otros dos asuntos de actualidad
que, por diferentes razones, llevo en el corazón y que son un grito, un clamor
(o a mí así me lo parece) exigiendo la necesidad de buscar el bien común, por
encima de cualquier otra cosa.
El primero de estos asuntos es la
educación. Confieso que no me he leído la llamada ley Celáa, pero no me resulta necesario para oponerme a ella. Me
opongo sin leerla, porque no entiendo que una ley así pueda ser aprobada en
medio de la pandemia, con un estado de alarma vigente, sin dialogar con las
partes y sin intentar siquiera (¡intentarlo!) un consenso. Pero el asunto viene
de lejos y no afecta solamente a este gobierno. ¿No hay nadie en nuestra clase
política que se dé cuenta de que un país no puede resistir un cambio de ley
educativa a cada cambio de gobierno? Y aquí son responsables unos y otros, derecha
e izquierda. Es urgente un consenso (y consensuar implica ceder en algo) para
poder aprobar una ley que dure en el tiempo. Y, sin embargo, nuestros políticos
se empeñan en aprobar leyes educativas contra el otro. La ministra acusaba el
otro día a la derecha de sacar siempre la Religión a relucir, cuando a mí me
parece que es la izquierda quien siempre esgrime esta cuestión, como si ése
fuera el gran problema de nuestro sistema educativo. La clase de religión es,
desde hace muchos años, optativa, sólo la cursa quien quiere y, si echamos un
vistazo a otros países europeos, en casi todos la religión está en la escuela,
de un modo u otro. Pero, insisto, no pretendo hacer una crítica del actual
gobierno, porque los anteriores hicieron lo mismo: aprobar leyes educativas que
sabían de antemano que la oposición tumbaría en cuanto llegara al gobierno. Y
así ha sido una y otra vez. ¡Basta ya! Busquen el bien común. Siéntense a
dialogar y lleguen a acuerdos, lo que implicará que nadie pueda obtener una ley
totalmente a su gusto, pero sí una ley que dure. Nuestros niños, adolescentes y
jóvenes lo merecen. Y me atrevería a decir que los miles de profesionales que
nos dedicamos a la educación, también.
El segundo asunto que me preocupa, y me
hiere, es el de las migraciones. Parto de la premisa de que no es un tema fácil
de resolver; acepto que el título de mi última novela, “Pasen sin llamar”, es una provocación y un órdago a la grande;
entiendo que tenga que haber un cierto control de los flujos migratorios...
Pero, precisamente por todo eso, debería existir un gran pacto de Estado, una
búsqueda del bien común. Sin embargo, uno y otro partido utilizan la inmigración
como arma arrojadiza cuando están en la oposición y, cuando llegan al gobierno,
hacen lo que pueden (quiero ser bien pensante), intentan apagar fuegos sin
respetar siquiera los más elementales derechos humanos. ¿No sería mejor hacer
políticas para evitar el incendio? El actual gobierno echó a andar recibiendo
al Aquarius en el puerto de Valencia,
en un acontecimiento que fue retransmitido en directo por televisión. Entonces
quedaba muy progre y muy solidario. Pero, ¿qué está pasando ahora en Canarias?
¿No hay nadie –vuelvo a preguntar– que en nuestra clase política (de izquierda
y de derecha) se dé cuenta de la importancia transcendental de este asunto? ¿No
hay nadie que entienda que todos los esfuerzos son necesarios, y que hay que
dialogar de verdad, y llegar a consensos que protejan la vida de las personas,
en primer lugar, y su derecho a emigrar también? Ya basta de utilizar la inmigración como arma electoral de uno u otro signo. Hay que establecer cauces
migratorios legales que no obliguen a la gente a jugarse la vida para alcanzar
una vida mejor. No es fácil, repito que lo sé, pero por eso se esperaría de
nuestros políticos altitud de miras, capacidad de diálogo, deseos de consenso.
Dudo de que algún político, de aquellos
de los que depende la gobernabilidad del Estado, me lea o de que, aunque no me
lea, se haga esta reflexión y se plantee seriamente la búsqueda del bien común,
tenga las consecuencias electorales que tenga. Ellos seguirán pendientes de las
encuestas, de la imagen que tienen que dar para remontar en ellas, y los
asesores de imagen seguirán siendo sus principales consejeros.
Así nos va.
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