“Nuestras
necesidades al final de la vida son sociales y existenciales, no médicas”.
(Seamus O’Mahony)
Abordar
el tema de la eutanasia en lo que da de sí una entrada en el blog es, probablemente, un atrevimiento
cuando, además, no soy un especialista en el tema. Por otro lado, sé que se
trata de un debate perdido de antemano por los que manifestamos nuestras
reservas ante la cuestión: la opinión pública, a decir de las encuestas,
defiende mayoritariamente lo que se ha dado en llamar el “derecho a decidir” y,
ante ese argumento, difícilmente convencen otras razones, puesto que el
liberalismo en el que vivimos exalta la libertad por encima de cualquier otro
valor, incluso por encima de la vida misma, que es condición sine qua non para la libertad, lo cual a
mí me parece, en cierto modo, una contradicción.
No
obstante, me decido a escribir porque creo que falta, como tantas otras veces,
un debate mínimamente serio y profundo sobre la cuestión. Hemos convertido la
democracia en un hueco sistema de mayorías y, si existe la aritmética necesaria
para aprobar algo, se aprueba, sin haber profundizado mínimamente sobre la
cuestión, ni escuchado a expertos que hayan dedicado una parte de sus vidas a
reflexionar sobre ella. Además, en nuestro país, siempre inmerso en una gran
discusión ideológica (que no debate), las leyes no suelen aprobarse “a favor de
algo” sino “contra el otro”. Nos suele pasar en casi todo. Ahora lo moderno es
estar a favor de la eutanasia y, si alguien se atreve a cuestionarla, es un
antiguo, un carca, un retrógrado y no sé cuántas cosas más. La descalificación
del contrario que está en minoría da por zanjado el debate.
Podemos
hacer la prueba: ¿Cuántas razones conoce la mayoría de la población a favor o
en contra de la eutanasia? A favor: la libertad del individuo. En contra: Dios
es el dueño absoluto de la vida. Fuera de estos dos extremos, falta una
reflexión seria y profunda y, como el segundo es un argumento confesional que
no puede imponerse en un país aconfesional, asistimos al triunfo mayoritario
del sí en la opinión pública. Un sí compartido, incluso, por muchos creyentes.
Y es que poner nuestra vida en las manos de Dios (y no sólo en el momento final)
es el gran reto del creyente, que no siempre estamos dispuestos a asumir.
Lo
que pretendo, por tanto, al cuestionar la opinión mayoritaria es la reflexión
pausada y serena, a la que quiero aportar modestamente algunos elementos.
A
quienes miramos con reparo la aprobación de la eutanasia se nos suele acusar de
tener prejuicios morales y religiosos. Probablemente sea cierto, pero no lo es
menos que quienes la defienden suelen tener prejuicios liberales, desde los que
asumen el individualismo predominante por el que la vida humana ha dejado de
ser considerada como un bien colectivo que hay que proteger.
En
general, el debate sobre el derecho a decidir hace que, a menudo, nos olvidemos
de la gran pregunta ética: “¿Qué debo hacer? ¿Qué es lo más correcto?” En la
sociedad y tiempo en el que vivimos, la pregunta ética ha quedado reducida al
ámbito de lo privado y ya no debatimos sobre si una opción es mejor que otra,
sino solamente sobre el derecho a optar, el derecho a elegir. En los casos del
aborto y de la eutanasia esto se ve clarísimo: no hay reflexión sobre el hecho,
sino sólo sobre el derecho. Y se ironiza sobre ello afirmando que aprobar el
aborto o la eutanasia no los convierte en obligatorios. De acuerdo, pero,
¿dónde están las reflexiones que nos ayuden a acertar en la elección? Ahí, que
cada uno se las componga con su libertad, eso es privado.
Al
afrontar el tema de la eutanasia, lo primero que habría que replantearse es
cómo morimos hoy. En la mayoría de los casos, se nos aísla en una UCI, entre extraños,
y se nos seda, sin que podamos afrontar nuestra propia muerte, darle un
sentido, despedirnos de nuestros seres queridos… La técnica se ha impuesto a la
relación y el calor humanos. A menudo, se engaña al enfermo con la falsa esperanza
de una curación cercana, hasta que se le seda, para que no sufra; y ya no
vuelve nunca más a la conciencia. La muerte es, por tanto, una extraña en la
mayoría de nuestras casas. Existen generaciones de adultos que nunca han
acompañado a nadie en el trance de morir, no saben cómo es eso y piensan que,
en la realidad, se muere como en las películas. La mayoría sólo ha visto el
cadáver y muchos, ni eso, porque “prefiero
recordarlo vivo, como era siempre…” La consecuencia es que nuestra relación
con la muerte no parece que haya mejorado en comparación con tiempos pasados. Lo
dejamos todo en manos de la técnica y olvidamos las necesidades afectivas y
espirituales del moribundo. Baste recordar que algún político propuso hace un
tiempo eliminar la asistencia religiosa de los hospitales públicos.
Falta,
pues, una reflexión sobre la muerte, que puede ser considerada por algunos como
el acto culminante y sublime de la vida. Estos días he leído tweets que equiparaban la elección de la
eutanasia con otras elecciones cotidianas, como elegir qué voy a comer hoy o
con qué ropa voy a vestirme. Creo, sinceramente, que, como he afirmado más
arriba, se centran en el derecho para no afrontar el hecho. Afrontar la propia
muerte implica afrontar aspectos espirituales, existenciales y transcendentales
a los que la medicina no puede dar respuesta, y queremos que la medicina
responda a quien ha perdido el sentido de su existencia ayudándole a acabar con
ella.
Y
falta, también, una reflexión sobre la vida. Aunque solemos identificar la vida
con la actividad que desarrolla, la vida no es sólo lo que hacemos. Algunos
afirman que un tetrapléjico no tiene una vida digna. ¿En virtud de qué se
afirma eso? ¿Por el hecho de que no pueda moverse? ¿Por el hecho de necesitar
ayuda para las funciones básicas, su vida ya no es digna? La dignidad
corresponde a la persona, más allá de las circunstancias de su vida. Además, si
un tetrapléjico puede decidir morir es porque conserva intacta su propia
conciencia y voluntad, que a mi entender es la principal característica que nos
hace humanos. Pero el sentido utilitarista de la vida se nos está imponiendo
poco a poco, soterradamente, y algunos lo aplican también ya a la ancianidad,
incluso desde la óptica creyente: “Que el
Señor se la lleve pronto, porque total ya…”
Por
otro lado, creo que es necesario acotar mejor el término “eutanasia” porque
cuando se discute o argumenta sobre ella se mezclan diferentes realidades que,
en mi modesta opinión, no se corresponden con el término. En la actualidad, la
técnica nos permite mantener artificialmente viva a una persona que hace unas
décadas habría muerto sin remedio, esto hace que lo que antes decidía la propia
naturaleza hoy lo tenga que decidir el personal médico o la familia. Es
necesario, pues, distinguir entre “eutanasia” y “distanasia”. Acudiremos al
diccionario de la R.A.E.
Eutanasia:
Intervención deliberada
para poner fin a la vida de un paciente sin perspectiva de cura.
Distanasia: Prolongación médicamente inútil de la
agonía de un paciente sin perspectiva de cura.
Esta
distinción es importante porque, muy probablemente, quienes solicitan la
eutanasia no lo hacen tanto porque estén optando por la muerte cuanto porque
rechazan una larga agonía, que hoy la técnica puede hacer casi interminable, porque
tienen miedo al dolor, porque no quieren que su familia tenga que sufrir
haciéndose cargo de ellos. Vaya por delante que, en mi opinión, tan reprobable
es la eutanasia como la distanasia. Es decir: rechazar la eutanasia no es estar
a favor de la prolongación artificial e inútil de la vida, ni del llamado “encarnizamiento
terapéutico”. Es defender la muerte como un proceso natural que no hay que
adelantar pero tampoco retrasar sin medida y sin sentido. Pero es que, a lo que
yo sé, la interrupción de tratamientos es una práctica habitual entre nosotros.
He tenido familiares a los que se ha desconectado el respirador porque no
existía, al parecer médico, ninguna posibilidad de la más mínima recuperación o
mejoría; familiares a los que se decidió no hacer ninguna transfusión más de
sangre, aunque eso hubiera podido alargarles la vida algunas semanas o algún
mes. En ninguno de esos casos pensó nadie estar permitiendo una eutanasia ni
los sanitarios responsables fueron nunca perseguidos. De lo que estamos
hablando, pues, cuando hablamos de legalizar la eutanasia es del hecho de
acabar intencionadamente con una vida. Por lo tanto, cuando se le administran a
un enfermo fármacos que pueden aliviarle el dolor aun sabiendo que se le está
acortando la vida, no se puede hablar propiamente de eutanasia, porque la
intervención no se hace con la deliberada intención de acabar con su vida, sino
de aliviarle el dolor.
A
menudo, todas estas distinciones no suelen tenerse en cuenta al hablar de la
eutanasia y, en mi opinión, aquí existe una gran diferencia moral entre la
acción y la omisión, que debería ser tenida en cuenta. La ciencia y la técnica
médicas pueden hoy aliviar el dolor y hacer más llevadero el trance de morir,
pero deberían hacerlo sin olvidar permitir la cercanía familiar. Tenemos que
cambiar la visión de la muerte y acompañar en su asunción como un proceso
natural, sin que haya que mentir al enfermo terminal para que no sufra. Pero
este cambio no se puede operar en las últimas semanas antes de la muerte, hay
que prepararlo durante toda la vida. “La
vida es una preparación para la muerte”. Como sociedad, tenemos que
repensar nuestro sentido de la muerte, tenemos que reformular nuestra relación
con ella. Además de en el derecho, hemos de profundizar en el hecho.
Mientras
tanto, legalizar la eutanasia no me parece un avance de la humanidad.
“Una vez que la sociedad permite a
una persona matar a otra según unos estándares privados de qué vidas merecen seguir
viviéndose, no habrá manera de detener ese virus que habremos inoculado.”
(Daniel
Callahan)
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