sábado, 19 de diciembre de 2020

MI REFLEXIÓN SOBRE LA EUTANASIA

 

“Nuestras necesidades al final de la vida son sociales y existenciales, no médicas”.

(Seamus O’Mahony)

 

Abordar el tema de la eutanasia en lo que da de sí una entrada en el blog es, probablemente, un atrevimiento cuando, además, no soy un especialista en el tema. Por otro lado, sé que se trata de un debate perdido de antemano por los que manifestamos nuestras reservas ante la cuestión: la opinión pública, a decir de las encuestas, defiende mayoritariamente lo que se ha dado en llamar el “derecho a decidir” y, ante ese argumento, difícilmente convencen otras razones, puesto que el liberalismo en el que vivimos exalta la libertad por encima de cualquier otro valor, incluso por encima de la vida misma, que es condición sine qua non para la libertad, lo cual a mí me parece, en cierto modo, una contradicción.

No obstante, me decido a escribir porque creo que falta, como tantas otras veces, un debate mínimamente serio y profundo sobre la cuestión. Hemos convertido la democracia en un hueco sistema de mayorías y, si existe la aritmética necesaria para aprobar algo, se aprueba, sin haber profundizado mínimamente sobre la cuestión, ni escuchado a expertos que hayan dedicado una parte de sus vidas a reflexionar sobre ella. Además, en nuestro país, siempre inmerso en una gran discusión ideológica (que no debate), las leyes no suelen aprobarse “a favor de algo” sino “contra el otro”. Nos suele pasar en casi todo. Ahora lo moderno es estar a favor de la eutanasia y, si alguien se atreve a cuestionarla, es un antiguo, un carca, un retrógrado y no sé cuántas cosas más. La descalificación del contrario que está en minoría da por zanjado el debate.

Podemos hacer la prueba: ¿Cuántas razones conoce la mayoría de la población a favor o en contra de la eutanasia? A favor: la libertad del individuo. En contra: Dios es el dueño absoluto de la vida. Fuera de estos dos extremos, falta una reflexión seria y profunda y, como el segundo es un argumento confesional que no puede imponerse en un país aconfesional, asistimos al triunfo mayoritario del sí en la opinión pública. Un sí compartido, incluso, por muchos creyentes. Y es que poner nuestra vida en las manos de Dios (y no sólo en el momento final) es el gran reto del creyente, que no siempre estamos dispuestos a asumir.

Lo que pretendo, por tanto, al cuestionar la opinión mayoritaria es la reflexión pausada y serena, a la que quiero aportar modestamente algunos elementos.

A quienes miramos con reparo la aprobación de la eutanasia se nos suele acusar de tener prejuicios morales y religiosos. Probablemente sea cierto, pero no lo es menos que quienes la defienden suelen tener prejuicios liberales, desde los que asumen el individualismo predominante por el que la vida humana ha dejado de ser considerada como un bien colectivo que hay que proteger.

En general, el debate sobre el derecho a decidir hace que, a menudo, nos olvidemos de la gran pregunta ética: “¿Qué debo hacer? ¿Qué es lo más correcto?” En la sociedad y tiempo en el que vivimos, la pregunta ética ha quedado reducida al ámbito de lo privado y ya no debatimos sobre si una opción es mejor que otra, sino solamente sobre el derecho a optar, el derecho a elegir. En los casos del aborto y de la eutanasia esto se ve clarísimo: no hay reflexión sobre el hecho, sino sólo sobre el derecho. Y se ironiza sobre ello afirmando que aprobar el aborto o la eutanasia no los convierte en obligatorios. De acuerdo, pero, ¿dónde están las reflexiones que nos ayuden a acertar en la elección? Ahí, que cada uno se las componga con su libertad, eso es privado.

Al afrontar el tema de la eutanasia, lo primero que habría que replantearse es cómo morimos hoy. En la mayoría de los casos, se nos aísla en una UCI, entre extraños, y se nos seda, sin que podamos afrontar nuestra propia muerte, darle un sentido, despedirnos de nuestros seres queridos… La técnica se ha impuesto a la relación y el calor humanos. A menudo, se engaña al enfermo con la falsa esperanza de una curación cercana, hasta que se le seda, para que no sufra; y ya no vuelve nunca más a la conciencia. La muerte es, por tanto, una extraña en la mayoría de nuestras casas. Existen generaciones de adultos que nunca han acompañado a nadie en el trance de morir, no saben cómo es eso y piensan que, en la realidad, se muere como en las películas. La mayoría sólo ha visto el cadáver y muchos, ni eso, porque “prefiero recordarlo vivo, como era siempre…” La consecuencia es que nuestra relación con la muerte no parece que haya mejorado en comparación con tiempos pasados. Lo dejamos todo en manos de la técnica y olvidamos las necesidades afectivas y espirituales del moribundo. Baste recordar que algún político propuso hace un tiempo eliminar la asistencia religiosa de los hospitales públicos.

Falta, pues, una reflexión sobre la muerte, que puede ser considerada por algunos como el acto culminante y sublime de la vida. Estos días he leído tweets que equiparaban la elección de la eutanasia con otras elecciones cotidianas, como elegir qué voy a comer hoy o con qué ropa voy a vestirme. Creo, sinceramente, que, como he afirmado más arriba, se centran en el derecho para no afrontar el hecho. Afrontar la propia muerte implica afrontar aspectos espirituales, existenciales y transcendentales a los que la medicina no puede dar respuesta, y queremos que la medicina responda a quien ha perdido el sentido de su existencia ayudándole a acabar con ella.

Y falta, también, una reflexión sobre la vida. Aunque solemos identificar la vida con la actividad que desarrolla, la vida no es sólo lo que hacemos. Algunos afirman que un tetrapléjico no tiene una vida digna. ¿En virtud de qué se afirma eso? ¿Por el hecho de que no pueda moverse? ¿Por el hecho de necesitar ayuda para las funciones básicas, su vida ya no es digna? La dignidad corresponde a la persona, más allá de las circunstancias de su vida. Además, si un tetrapléjico puede decidir morir es porque conserva intacta su propia conciencia y voluntad, que a mi entender es la principal característica que nos hace humanos. Pero el sentido utilitarista de la vida se nos está imponiendo poco a poco, soterradamente, y algunos lo aplican también ya a la ancianidad, incluso desde la óptica creyente: “Que el Señor se la lleve pronto, porque total ya…”

Por otro lado, creo que es necesario acotar mejor el término “eutanasia” porque cuando se discute o argumenta sobre ella se mezclan diferentes realidades que, en mi modesta opinión, no se corresponden con el término. En la actualidad, la técnica nos permite mantener artificialmente viva a una persona que hace unas décadas habría muerto sin remedio, esto hace que lo que antes decidía la propia naturaleza hoy lo tenga que decidir el personal médico o la familia. Es necesario, pues, distinguir entre “eutanasia” y “distanasia”. Acudiremos al diccionario de la R.A.E.

Eutanasia: Intervención deliberada para poner fin a la vida de un paciente sin perspectiva de cura.

Distanasia: Prolongación médicamente inútil de la agonía de un paciente sin perspectiva de cura.

Esta distinción es importante porque, muy probablemente, quienes solicitan la eutanasia no lo hacen tanto porque estén optando por la muerte cuanto porque rechazan una larga agonía, que hoy la técnica puede hacer casi interminable, porque tienen miedo al dolor, porque no quieren que su familia tenga que sufrir haciéndose cargo de ellos. Vaya por delante que, en mi opinión, tan reprobable es la eutanasia como la distanasia. Es decir: rechazar la eutanasia no es estar a favor de la prolongación artificial e inútil de la vida, ni del llamado “encarnizamiento terapéutico”. Es defender la muerte como un proceso natural que no hay que adelantar pero tampoco retrasar sin medida y sin sentido. Pero es que, a lo que yo sé, la interrupción de tratamientos es una práctica habitual entre nosotros. He tenido familiares a los que se ha desconectado el respirador porque no existía, al parecer médico, ninguna posibilidad de la más mínima recuperación o mejoría; familiares a los que se decidió no hacer ninguna transfusión más de sangre, aunque eso hubiera podido alargarles la vida algunas semanas o algún mes. En ninguno de esos casos pensó nadie estar permitiendo una eutanasia ni los sanitarios responsables fueron nunca perseguidos. De lo que estamos hablando, pues, cuando hablamos de legalizar la eutanasia es del hecho de acabar intencionadamente con una vida. Por lo tanto, cuando se le administran a un enfermo fármacos que pueden aliviarle el dolor aun sabiendo que se le está acortando la vida, no se puede hablar propiamente de eutanasia, porque la intervención no se hace con la deliberada intención de acabar con su vida, sino de aliviarle el dolor.

A menudo, todas estas distinciones no suelen tenerse en cuenta al hablar de la eutanasia y, en mi opinión, aquí existe una gran diferencia moral entre la acción y la omisión, que debería ser tenida en cuenta. La ciencia y la técnica médicas pueden hoy aliviar el dolor y hacer más llevadero el trance de morir, pero deberían hacerlo sin olvidar permitir la cercanía familiar. Tenemos que cambiar la visión de la muerte y acompañar en su asunción como un proceso natural, sin que haya que mentir al enfermo terminal para que no sufra. Pero este cambio no se puede operar en las últimas semanas antes de la muerte, hay que prepararlo durante toda la vida. “La vida es una preparación para la muerte”. Como sociedad, tenemos que repensar nuestro sentido de la muerte, tenemos que reformular nuestra relación con ella. Además de en el derecho, hemos de profundizar en el hecho.

Mientras tanto, legalizar la eutanasia no me parece un avance de la humanidad.

“Una vez que la sociedad permite a una persona matar a otra según unos estándares privados de qué vidas merecen seguir viviéndose, no habrá manera de detener ese virus que habremos inoculado.”

(Daniel Callahan)

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