TÉCNICA frente a POLÍTICA.
Vengo de pasear con mi perra y descubro que una parte de la calle Mallorca de Barcelona ya está cortada al tráfico. Han comenzado las obras de construcción del túnel subterráneo por el que el AVE habrá de atravesar la ciudad hasta la nueva estación de la Sagrera. Sin embargo, recuerdo que el Patronato del Templo de la Sagrada Familia ha mostrado en diversas ocasiones su rechazo a ese proyecto e, incluso, lo ha llevado ante los tribunales con intención de impedirlo. Viendo ya desplegadas y en ejercicio las grúas y camiones, descubriendo ya la calle perforada con grandes pozos cilíndricos, lo primero que viene a mi mente es preguntarme quién pagaría todo eso si, al final, los tribunales dieran la razón al Patronato y las obras tuvieran que interrumpirse. Es una pregunta retórica, claro: siempre pagamos los ciudadanos con nuestros impuestos.
Pero el problema es más profundo. Cada una de las dos partes en litigio ha contratado estudios técnicos y a cada una de las partes “sus” técnicos le han dado la razón. En el ciudadano que no entiende de arquitectura ni de ingeniería, como es mi caso, esto deja la triste sensación de creer que, en realidad, cada una de las partes contrató a técnicos no para ver si tenía razón, sino para que los técnicos le dieran la razón. O sea, que uno tiene la sensación (o, tal vez, debería decir la sospecha) de que los técnicos dan la razón a quien les paga. Y así, en esta superposición de la política sobre la técnica, aparece la desconfianza.
Soy de los que, en principio, confía siempre en los demás, en su preparación para desarrollar la profesión que ejercen y en su buen oficio. Creo que, si no, no podría vivir; es decir, no podría ir al médico (no me fiaría de él), ni volar en avión, ni acudir a cenar a un restaurante (por poner algunos ejemplos). Nuestras relaciones sociales se basan en la confianza mutua. Pero también es cierto que uno no puede cerrar los ojos a la realidad y no ver que, a veces, los técnicos fallan o se equivocan: existe el error médico, algunos aviones se estrellan y una vez, en un famoso restaurante, encontré un tornillo en el interior de una croqueta. Uno no puede olvidar que, recientemente, en Barcelona cayó algún edificio mientras se construía una línea de metro subterránea. (Y, además, la ciudadanía tiene la sensación de que aquí no ha pasado nada: se recogen los escombros y ya está. Pero eso es tema para otro artículo.)
Los técnicos a veces se equivocan o fallan (como todos los humanos) y, por ello, uno echa de menos un análisis técnico imparcial, que no defienda a quien le paga sino la verdad científica y técnica más objetiva posible. O está en peligro la Sagrada Familia o no lo está; ambas cosas no pueden ser verdad al mismo tiempo. La opinión técnica contrastada debería situarse por encima de la voluntad política.
© Luis María Llena.
Barcelona, octubre de 2009.
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