Esta semana pasada hemos conocido el horror y el dolor en Haití. Conocí la noticia a través de la radio y no quise ver las imágenes hasta pasados unos días. Reconozco que enfrentarme a ellas me dio una dimensión de la tragedia que no me había dado la radio a pesar de todos los adjetivos utilizados; me hizo vivirla. Varias son las reflexiones que se me agolpan en la mente ante esta tragedia.
1) Nuestro mundo es injusto. La naturaleza no es justa ni injusta; es la que es. Y, cuando dos placas chocan, se produce un terremoto. Lo injusto es que, muy probablemente, ese mismo terremoto en otro lugar del planeta (pongamos, por ejemplo, Japón) no habría causado apenas víctimas. Lo injusto es que permitimos que Haití viva habitualmente en la miseria.
2) Es impresionante la capacidad de respuesta y solidaridad que una tragedia de este tipo despierta en todos los lugares del mundo, en muchos corazones. Cada uno hace lo que puede, pero muchos desean colaborar, aunque sólo sea con un euro. Y esto me reconcilia con el ser humano. Esto es una luz de esperanza en medio de la noche oscura del dolor y el sinsentido.
3) Sin embargo, no puedo evitar preguntarme: ¿por qué no se produce esta solidaridad antes de la tragedia? ¿Por qué no se convierte en una actitud dejando de ser un gesto puntual? ¿Por qué permitimos que Haití (y tantos otros países como Haití) vivan en la miseria y la corrupción? En estos tiempos de crisis en los que se ha reabierto en nuestro país el tema de la inmigración, no podemos olvidar que la solución no es elevar la altura de nuestras fronteras (siempre habrá pértigas para saltarlas) sino hacer que pierda su sentido y su necesidad, es decir, invertir en el desarrollo del Tercer Mundo. Un desarrollo económico que debe ir de la mano de un desarrollo de los usos democráticos, para tener la certeza de que nuestra ayuda, nuestra colaboración, no se queda en manos de determinadas oligarquías.
4) Como creyente, no quiero esquivar una reflexión desde la fe. Aunque es cierto que, a quienes vivimos de fe, estos acontecimientos también nos remueven por dentro y, tal vez, en los momentos de dolor la mejor respuesta debiera ser el silencio. Ocurre en cualquier funeral: para decir ciertas cosas, para pronunciar ciertas frases estereotipadas, es mejor callar.
Pero, en estos momentos de dolor, como creyente me siento interpelado. “¿Dónde está Dios?”, oigo preguntar (a unos con dolor, a otros con gran dosis de ironía e, incluso, burla descarnada). Pues bien: Dios está en Haití. En el dolor y la muerte, en el sufrimiento, está Dios. Porque el Dios en quien yo creo es un Dios crucificado (locura para unos, necedad para otros) que no rehúye el dolor y el sufrimiento humanos.
Y Dios está también en cada uno de los hombres y de las mujeres que luchan por salvar a Haití, que rescatan vidas y cadáveres, que viven la solidaridad y la entrega generosa. Dios está en esa niña rescatada con vida tras más de tres días en los escombros y en su padre muerto que la protegió con su cuerpo para salvarla. Dios está en los que huyen de Haití, dada la situación, y en los que, por esa misma situación, acuden allí.
¿Y dónde está la Iglesia? He participado hoy en la Misa dominical en una parroquia de salesianos. Los salesianos tenían en Puerto Príncipe un colegio que se hundió segando la vida de unos 500 muchachos y varios religiosos y voluntarios. El celebrante nos ha recordado que la Iglesia estaba en Haití antes del terremoto, está durante el terremoto y seguirá después del terremoto. ¡Ojalá pudiera decirse lo mismo de la solidaridad mundial!
¡Ojalá que, dentro de pocas semanas, Haití no desaparezca de nuestros noticiarios ni de nuestras conciencias! Que esta solidaridad puntual que vivimos en estos momentos de dolor se transforme en una solidaridad estructural. Que nuestros gestos puntuales se conviertan en actitudes perennes.
© Luis María Llena.
Barcelona, enero 2010.
1) Nuestro mundo es injusto. La naturaleza no es justa ni injusta; es la que es. Y, cuando dos placas chocan, se produce un terremoto. Lo injusto es que, muy probablemente, ese mismo terremoto en otro lugar del planeta (pongamos, por ejemplo, Japón) no habría causado apenas víctimas. Lo injusto es que permitimos que Haití viva habitualmente en la miseria.
2) Es impresionante la capacidad de respuesta y solidaridad que una tragedia de este tipo despierta en todos los lugares del mundo, en muchos corazones. Cada uno hace lo que puede, pero muchos desean colaborar, aunque sólo sea con un euro. Y esto me reconcilia con el ser humano. Esto es una luz de esperanza en medio de la noche oscura del dolor y el sinsentido.
3) Sin embargo, no puedo evitar preguntarme: ¿por qué no se produce esta solidaridad antes de la tragedia? ¿Por qué no se convierte en una actitud dejando de ser un gesto puntual? ¿Por qué permitimos que Haití (y tantos otros países como Haití) vivan en la miseria y la corrupción? En estos tiempos de crisis en los que se ha reabierto en nuestro país el tema de la inmigración, no podemos olvidar que la solución no es elevar la altura de nuestras fronteras (siempre habrá pértigas para saltarlas) sino hacer que pierda su sentido y su necesidad, es decir, invertir en el desarrollo del Tercer Mundo. Un desarrollo económico que debe ir de la mano de un desarrollo de los usos democráticos, para tener la certeza de que nuestra ayuda, nuestra colaboración, no se queda en manos de determinadas oligarquías.
4) Como creyente, no quiero esquivar una reflexión desde la fe. Aunque es cierto que, a quienes vivimos de fe, estos acontecimientos también nos remueven por dentro y, tal vez, en los momentos de dolor la mejor respuesta debiera ser el silencio. Ocurre en cualquier funeral: para decir ciertas cosas, para pronunciar ciertas frases estereotipadas, es mejor callar.
Pero, en estos momentos de dolor, como creyente me siento interpelado. “¿Dónde está Dios?”, oigo preguntar (a unos con dolor, a otros con gran dosis de ironía e, incluso, burla descarnada). Pues bien: Dios está en Haití. En el dolor y la muerte, en el sufrimiento, está Dios. Porque el Dios en quien yo creo es un Dios crucificado (locura para unos, necedad para otros) que no rehúye el dolor y el sufrimiento humanos.
Y Dios está también en cada uno de los hombres y de las mujeres que luchan por salvar a Haití, que rescatan vidas y cadáveres, que viven la solidaridad y la entrega generosa. Dios está en esa niña rescatada con vida tras más de tres días en los escombros y en su padre muerto que la protegió con su cuerpo para salvarla. Dios está en los que huyen de Haití, dada la situación, y en los que, por esa misma situación, acuden allí.
¿Y dónde está la Iglesia? He participado hoy en la Misa dominical en una parroquia de salesianos. Los salesianos tenían en Puerto Príncipe un colegio que se hundió segando la vida de unos 500 muchachos y varios religiosos y voluntarios. El celebrante nos ha recordado que la Iglesia estaba en Haití antes del terremoto, está durante el terremoto y seguirá después del terremoto. ¡Ojalá pudiera decirse lo mismo de la solidaridad mundial!
¡Ojalá que, dentro de pocas semanas, Haití no desaparezca de nuestros noticiarios ni de nuestras conciencias! Que esta solidaridad puntual que vivimos en estos momentos de dolor se transforme en una solidaridad estructural. Que nuestros gestos puntuales se conviertan en actitudes perennes.
© Luis María Llena.
Barcelona, enero 2010.
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