Reímos con
un buen amigo. Me recomienda no ir a trabajar dos días seguidos con el mismo
pantalón o con el mismo jersey. Él viste un modelo diferente cada día, en su
trabajo la imagen es muy importante. Yo me excuso explicando que, a veces, uso
el mismo pantalón dos o tres días seguidos, pero que cada mañana, después de
ducharme, me visto con ropa interior limpia. Y él se sorprende de que cada día
me cambie de calzoncillos y camiseta.
Comento
con mi amigo (que nada tiene, sin embargo, de superficial) que eso es una
metáfora del tiempo en que vivimos: hoy lo importante es el escaparate, aquello
que se ve, la imagen… Poco importa el interior; si no se ve, qué más da que
esté sucio. Y me da la razón. Y nos reímos.
Nunca he
sido de hacer propósitos en Nochevieja, o de pedir deseos al comer las doce
uvas. Tal vez, porque para mí el año empieza en septiembre, que es cuando
comienza el curso. Yo pasé de estudiante a profesor y no he conocido otro ritmo
de vida que el calendario escolar. Pero la anécdota de los calzoncillos me hace
pensar un buen deseo para el año nuevo: no preocuparnos tanto de la imagen como
del interior.
El paso
del tiempo preocupa enormemente a algunos, hasta el punto de intentar
disimularlo con operaciones estéticas. Pero, por mucho que en un quirófano nos
quiten las arrugas, el tiempo habrá pasado y seguirá avanzando. Ari, el niño
protagonista de mi novela “El viejo que me enseñó a pensar” lo tiene muy claro:
“Aunque todos los relojes del mundo se pararan el tiempo avanzaría”.
Celebrar
el año nuevo tiene sentido si no se tiene miedo al paso del tiempo y si somos
capaces de vivirlo como una nueva oportunidad de seguir creciendo.
Arrugándonos, sí; envejeciendo. Pero creciendo y mejorando. Por dentro. No vaya
a ser que estemos muy mudados por fuera pero llevemos los calzoncillos sucios.
¡FELIZ AÑO NUEVO!
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