Hace veinticinco años que soy
profesor y estoy hasta las narices del informe PISA. Sobre todo, de la
información sesgada que de él ofrecen la mayoría de los medios de comunicación.
Y más hasta las narices aun de las declaraciones que, al conocerse los datos,
suelen hacer políticos y personal de la administración, como la señora Montserrat Comendio, actual secretaria
de estado de educación, que vino a decir que la culpa de los malos resultados
la tenemos los profesores, porque no utilizamos los métodos adecuados y ponemos
el acento en la memoria y no en la aplicación de los conocimientos a la
resolución de problemas. ¡Vaya!
Trabajo en una escuela (López Vicuña de Barcelona) y una
institución (Religiosas de María
Inmaculada) que en su Proyecto Educativo Institucional ha apostado en toda
España por la renovación metodológica. Continuamente nos estamos formando y
poniendo en práctica en el aula nuestros nuevos conocimientos. Tengo amigos,
también educadores, que trabajan para otras instituciones o para la
administración, y también renuevan constantemente su metodología (trabajo
cooperativo, inteligencias múltiples, aprender haciendo…). Vamos, que a juzgar
por las palabras de la secretaria de educación, debe de haber 40 ó 50 profesores en
España que hacen esto y a todos los conozco yo. ¡Qué suerte!
Verá usted, señora secretaria, la
culpa la tenemos todos. En primer lugar, ustedes los políticos, que son
incapaces de llegar a un consenso sobre educación y se empeñan en aprobar leyes
(buenas o malas, no entro ahora en ello) que ya sabemos que serán derogadas en
cuanto haya un cambio de partido gobernante. Así no hay sistema que eduque, ni
que resista. La culpa la tienen las administraciones, que recortan presupuesto
en educación, elevan el número de alumnos por aula y, sin embargo, pretenden que
renovemos nuestra metodología. La culpa la tienen los gobiernos que, en lugar
de invertir en educación (una inversión a largo plazo, pero segura), quieren
solucionarlo todo a golpe de legislación, como, por ejemplo, la propuesta de
elevar a 21 años la edad mínima para consumir alcohol legalmente. ¡Vamos,
hombre! Es más fácil prohibir que educar, aunque prohibir tampoco sirva de
mucho, porque en un Estado con 19 cámaras legislativas es fácil aprobar leyes
pero no tanto conseguir que se cumplan.
La culpa la tienen, también, los
padres, que han renunciado a su autoridad y son incapaces (por poner sólo un
ejemplo) de obligar a sus hijos a acostarse a una hora razonable sabiendo que a
la mañana siguiente han de estar en clase. Los padres, que en vez de hacer
equipo con el claustro de profesores para educar a sus hijos de la mejor
manera, se alían con los hijos en contra de los profesores, como si de una
guerra se tratara. Los padres, que para evitar frustraciones a sus hijos, se lo
dan todo masticado y solucionado y luego el niño, claro, no sabe ni escoger el mejor
itinerario en metro aunque, eso sí, sale de discoteca todas las noches de
sábado mucho antes de haber alcanzado la mayoría de edad.
La culpa la tiene la sociedad en
su conjunto (educa la tribu entera, dice un proverbio africano), que elude su
responsabilidad y delega en la escuela todas sus funciones. ¿Hay un problema
vial? Que la escuela enseñe seguridad vial. ¿Falta de emprendedores? Que la
escuela enseñe cómo emprender. ¿Problemas con el alcohol, con las drogas? La
escuela podrá abordarlos. La lista es inmensa. Alguna de mis amigas maestra de
infantil me comenta cómo cada vez llegan más niños al comedor escolar sin los
hábitos básicos de cómo se debe comer: ¡ya le enseñarán en la escuela! La
sociedad no educa. Basta con mirar un rato la televisión. ¿Por qué en nuestro
país se permite hablar en ella de un modo que no se permite en la mayoría de
los países europeos? Y queremos que nuestros jóvenes no sean malhablados y usen
el lenguaje con propiedad. ¿Por qué en nuestro país se ven cosas, incluso en la
publicidad, que en otros países sólo podrían emitirse en determinadas cadenas,
pero nunca en una cadena generalista que emite en abierto? No tenemos
conciencia de que todos estamos implicados en la educación de las nuevas
generaciones.
La culpa la tienen los propios
jóvenes, que siempre esperan una motivación externa para hacer lo que tienen
que hacer. Los jóvenes, que no valoran el precio de su plaza escolar, lo que a
la sociedad le cuesta, y a menudo asisten a clase para pasar el rato, para
obtener un título aunque no aprendan nada. Los jóvenes, que encuentran cualquier
cosa más interesante que ampliar sus conocimientos y su cultura: cuatro paridas
de un amigo a través de WhatsApp siempre serán más interesantes que lo que en
su día dijera Carlos Marx (por poner un ejemplo reciente de mis clases de
Filosofía). ¿A quién le importa ya ese señor que marcó la historia del siglo XX?
Sí, los jóvenes también son responsables. De hecho, son los primeros responsables
de su educación y hay que exigírsela y no sobreprotegerlos también creyendo
que, ¡pobrecitos!, que van a hacer con todo lo que les rodea.
Y, al final, claro, los
profesores también tenemos algo de culpa. Acabaré dándole la razón, señora
secretaria. Somos culpables de perder la ilusión, de no creer ya en las
reformas, de continuar haciendo lo mismo, aunque antes le llamáramos
asignaturas, después créditos y ahora módulos… ¿Qué más da? Somos culpables de
haber dejado de creer ya en los cambios. Culpables de no querer exigir a
algunos adolescentes más de lo que les exigen sus propios padres. Culpables de
haber renunciado a ser héroes en esta lucha de la escuela contra el mundo.
Y, sin embargo, señora
secretaria, toda generalización es injusta. No todos los políticos son iguales,
ni actúan como yo he descrito más arriba. No todos los padres se relacionan con
sus hijos tal como yo he dicho. No todos los programas de televisión son
iguales ni todos los jóvenes desprecian la cultura y el conocimiento. Ni
siquiera todos los profesores han perdido la ilusión. Yo mismo la conservo aún
y sigo creyendo que tengo una profesión/vocación maravillosa en la que vale la
pena seguir luchando y desgastándose, a pesar de algunos políticos, de algunos padres
y madres, de algunos jóvenes, de una parte de la sociedad e, incluso, de una parte
de los propios claustros educativos. Vale la pena seguir trabajando con
ilusión, diga lo que diga el informe PISA.
Vale la pena y podemos mejorar mucho.
Pero entre todos. Lo que no podemos olvidar es que la educación es cosa de
todos.
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