La
noticia del secuestro de unas niñas en Nigeria, de lo que se hace con ellas, es
espeluznante. Las imágenes del responsable de esa acción jactándose y riendo
hieren cualquier sensibilidad basada en un simple sentido común. Para quienes
tenemos fe, que eso pueda hacerse en nombre de Dios, se le llame como se le
llame, es una blasfemia que avergüenza y duele. Lo que está pasando es
inadmisible se mire como se mire.
Y,
sin embargo, no es sino un hecho más de todo lo que está pasando en África. La
humanidad, que dicen debió de nacer en ese continente, lo tiene olvidado. El
hombre occidental (nosotros) se aprovechó de África mientras pudo y, cuando ya
no, la abandonó a su propia suerte. Así abandonó España al pueblo saharaui (que
lleva 40 años esperando un referéndum) o a su Guinea (que no ha conocido aún la
democracia). Así los diferentes países europeos (no los citaré uno a uno) abandonaron
a su suerte sus colonias.
Miremos
el mapa de África: guerras, asesinatos, dictaduras, hambruna, epidemias… ¿Qué
estamos haciendo frente a eso? Levantar más altas nuestras fronteras, para que no nos
invadan. Aun admitiendo la legitimidad de controlar nuestras fronteras, ¿no es
comprensible que los africanos, vengan de donde vengan, quieran aspirar a una
vida mejor? Conozco algún africano que no lleva una vida maravillosa en
Barcelona y, sin embargo, la prefiere mil veces a la vida en su país de origen…
¿Cuándo
nos va a doler África de verdad? ¿Cuándo va a preocuparnos y, sobre todo,
cuándo va a ocuparnos? La tarea es ardua y no es sencilla. No se trata tan sólo
de enviar dinero; también, de ayudarlos a construir sociedades que permitan que
ese dinero llegue a todas las gentes y no se quede en manos de unas
oligarquías. Hemos de exportar alimentos, pero también democracia. Es difícil,
pero es ahí donde hemos de poner todos nuestros esfuerzos.
Tal vez entonces ya
no necesitaremos hacer más altas las verjas de nuestras fronteras.
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