Jn. 8,51-59
“El que
guarda mi palabra, no probará la muerte jamás”.
Estos días comparto sentimiento con un antiguo
alumno, hoy amigo, que, con veintipocos años, acaba de perder a su padre. Me
siento muy cercano a él y a toda su familia. La muerte es siempre dolorosa, más
cuando nos sorprende a edad temprana. Con veintipocos años yo asistí a mi
abuela en el trance de morir y quedé impresionado de esa experiencia que muchos
no hacen jamás. Si para mí fue doloroso, imagino cómo debe de serlo asistir a
la muerte de tu padre a esa edad temprana…
Al acompañar estos días con el recuerdo y la
oración a mi amigo y su familia, resuenan estas palabras de Jesús de un modo
más profundo y más esperanzador: “El que
guarda mi palabra no probará la muerte jamás”. Todos tenemos que morir. Mi
propia abuela solía repetir: Lo único que
tenemos seguro desde que nacemos es que tenemos que morir. Pero fiarnos de
la palabra de Jesús nos hace entender la muerte como un paso, como un cambio, y
no como un adiós definitivo.
Sé que muchos pensarán que eso es tan sólo un
consuelo para pusilánimes que no saben afrontar el sinsentido de la vida y que,
de este modo, intentan huir cobardemente de ella. Y, sin embargo, yo siento
que eso le da a la vida una amplitud y una fuerza que te hace vivir el presente con coraje. Aunque muchos
prueban la muerte en vida porque no aciertan a vivir con sentido.
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