Sonreí la primera vez que vi “Por activa
y por pasiva”, de Rodrigo Cortés. Ver a unos niños debatiendo como adultos, con
gestos y ademanes, con palabras y frases de mayores, me hizo sonreír. Pero, al acabar los
cuatro minutos de metraje tuve que preguntarme de qué estaban hablando.
Repetí
la experiencia con mis alumnos. Proyecté el cortometraje. Su reacción fue de
extrañeza comedida, como si ya temieran de antemano que les fuera a pedir una
disertación, se ponían la venda antes de la herida. ¿Qué se podía decir de ese
corto? Volvimos a verlo y, después de orientarlos un poco con una breve glosa, les puse unos deberes muy sencillos para el día siguiente: “¿Cuál
es el tema del que están discutiendo esos niños?”
Al
día siguiente pregunté quién había hecho los deberes. Algunos ni recordaban la
pregunta (suele pasar…) Otro creyó saberla: Cuál es el tema de esa película. Lo
negué. No les había preguntado por el tema de la película, sino por el tema de
la discusión. Los dejé hablar. Cada uno sugería un tema diferente. Sólo
alguien, después de muchas vueltas, dijo: “No hay tema. No discuten de nada o
no sabemos de qué están discutiendo”.
Ver
reflejados a nuestros políticos en esos niños es relativamente sencillo, como
es sencillo criticar ampliamente a la clase política olvidando que ellos son de
los nuestros, que han salido de entre nosotros, que nos representan y no sólo
políticamente en el parlamento… Olvidando, como siempre olvidamos, que lo que
vemos en ellos sólo es un reflejo de la sociedad: son lo que somos.
Rodrigo
Cortés ha tenido la habilidad de llenar cuatro minutos de metraje, de debate,
de discurso, sin decir nada. Con frases ampulosas y recurrentes, esos niños
parecen decir mucho y no dicen nada. Ni siquiera sabemos de qué hablan. Y
cuando las frases huecas fallan, se reta y ataca al contrario, o se apela al
sentimiento. “Echan a la gente a la calle, con la que está cayendo…” Nadie sabe
quién es esa gente, ni de dónde ni por qué la echan, pero nuestros afectos ya
se han puesto de su lado…
El
discurso vacío inunda la política, sí, pero inunda también toda la sociedad.
Vivimos época de palabrería, pero no de argumentos. Apelar al sentimiento se ha
convertido en el argumento último, en el único. Parece que decimos algo, que
decimos mucho, que tenemos muy claras nuestras ideas, que las defendemos con
convicción y hasta con pasión… Pero no tenemos ideas. Y es entonces cuando nos
volvemos manipulables y hasta incendiables. Porque esas grandes palabras
huecas: “En democracia…”, “En un estado de derecho…”, “En un país serio…”
aglutinan a la masa y provocan el incendio, sin saber qué quemamos y por qué lo
quemamos.
Y
en medio de todo eso, el oasis de un solo de batería que frena toda la
discusión, que aglutina, que distrae, sobre todo que distrae. Porque es
importante distraer a la masa, no vaya a darse cuenta alguien de que detrás de tanta
palabra no hay nada, sólo vacío, sólo el discurso hueco…
Es importante distraer
a la masa, no sea que a alguien le dé por pensar.
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