Escribo esta columna cuando todavía no se ha pronunciado el Tribunal Constitucional sobre la constitucionalidad o no del Estatuto de Cataluña, el mismo día (26 de noviembre) en que 12 periódicos catalanes han firmado un editorial conjunto en defensa del Estatut, algo que me resulta, al menos, curioso y me atrevería a decir que, incluso, peligroso por lo que implica de defensa del pensamiento único. Se nos quiere hacer creer que, en esta tierra, todo el mundo piensa lo mismo y si alguien no está de acuerdo debe de ser porque no es catalán o, si lo es, no es un “buen” catalán.
Me parece lamentable que, en un estado de derecho, se pueda presionar de este modo a una instancia como el Tribunal Constitucional. (Me refiero al modo en que se le está presionando, desde hace más de tres años, por ambas partes). Determinar la constitucionalidad o no de una ley (en este caso, del Estatut) debería ser una cuestión meramente técnica y no política. Poco importa que el Parlament, las Cortes y el mismo pueblo lo hayan refrendado: eso no lo hace ni más ni menos constitucional. Si no fuera constitucional y, a pesar de ello, el pueblo o las fuerzas políticas mayoritarias desearan seguir defendiéndolo, habría que modificar la Constitución, y ya está. Quizás es lo que debería hacerse: en lugar de forzar y violentar la Constitución, reformarla. En ello deberían esforzarse las fuerzas políticas nacionalistas y no en coaccionar a un alto tribunal. Pero eso es algo mucho más difícil, porque requiere un amplio consenso verdadero.
De todos modos, en el argumento del refrendo también hay trampa: no votamos (yo sí fui a votar) ni el 50% de la población. No digo que eso invalide el referéndum, ni mucho menos, pero sí que la clase política dominante nos engañó, porque nos quiso hacer creer que la reforma del Estatut era una prioridad exigida por la gente, que era una demanda popular. Idea en la que, ahora, abunda el editorial de la prensa catalana. Pero las cifras del referéndum no les dan la razón. La realidad objetiva es que hemos cambiado un Estatut refrendado por una inmensa mayoría de la población (el de 1979) por otro con mucho menos apoyo popular.
Sin embargo, tal vez en algunos aspectos los defensores del nuevo Estatut sí que pueden tener razón, aunque no sepan defenderla. Me entretendré, tan sólo, en la cuestión de la nación catalana. Por momentos parece que se trata de uno de los escollos insalvables. Pero, entonces, ¿por qué el Estado lleva años permitiendo denominaciones como Diada Nacional de Catalunya o Teatre Nacional de Catalunya, por citar sólo dos ejemplos? ¿Por qué hablamos habitualmente de País Vasco o de País Valencià si la acepción habitual de “país” es la que lo identifica con una nación o, incluso, con una estado soberano? (Hagan la prueba: pidan a alguien que les diga 10 países del mundo; muy probablemente, todos serán estados soberanos e independientes.) ¿Por qué, entonces, los vascos pueden tener país y los catalanes no pueden tener nación?
Según el diccionario de la R.A.E. de la Lengua, nación es el “conjunto de los habitantes de un país, regido por el mismo gobierno”; también es el “territorio de ese país”, y el “conjunto de personas de un mismo origen y que generalmente hablan un mismo idioma y tienen una tradición común”. Si buscamos país, es definido como “nación, región, provincia o territorio”.
No entiendo cómo alguien puede pensar que cualquiera de estas definiciones no se corresponden con Cataluña. Del mismo modo que no entiendo cómo alguien puede pensar que no se corresponden con España, por mucho que los catalanistas se empeñen en referirse siempre al “Estado Español”, evitando reconocer la nación española.
La solución a cualquier problema no es negar la evidencia. Hay que afrontar los problemas seriamente y, como ya he dicho más arriba, en este caso la solución no está tanto en forzar a un tribunal a que dicte sentencia a nuestro favor (cada uno a favor de su opinión), sino en reconocer la realidad y adaptar a ella las leyes. No se trata de forzar la Constitución para que acabe diciendo lo que no dice; se trata, si así lo quiere la mayoría, de reformarla.
© Luis María Llena.
Barcelona, noviembre de 2009.
Me parece lamentable que, en un estado de derecho, se pueda presionar de este modo a una instancia como el Tribunal Constitucional. (Me refiero al modo en que se le está presionando, desde hace más de tres años, por ambas partes). Determinar la constitucionalidad o no de una ley (en este caso, del Estatut) debería ser una cuestión meramente técnica y no política. Poco importa que el Parlament, las Cortes y el mismo pueblo lo hayan refrendado: eso no lo hace ni más ni menos constitucional. Si no fuera constitucional y, a pesar de ello, el pueblo o las fuerzas políticas mayoritarias desearan seguir defendiéndolo, habría que modificar la Constitución, y ya está. Quizás es lo que debería hacerse: en lugar de forzar y violentar la Constitución, reformarla. En ello deberían esforzarse las fuerzas políticas nacionalistas y no en coaccionar a un alto tribunal. Pero eso es algo mucho más difícil, porque requiere un amplio consenso verdadero.
De todos modos, en el argumento del refrendo también hay trampa: no votamos (yo sí fui a votar) ni el 50% de la población. No digo que eso invalide el referéndum, ni mucho menos, pero sí que la clase política dominante nos engañó, porque nos quiso hacer creer que la reforma del Estatut era una prioridad exigida por la gente, que era una demanda popular. Idea en la que, ahora, abunda el editorial de la prensa catalana. Pero las cifras del referéndum no les dan la razón. La realidad objetiva es que hemos cambiado un Estatut refrendado por una inmensa mayoría de la población (el de 1979) por otro con mucho menos apoyo popular.
Sin embargo, tal vez en algunos aspectos los defensores del nuevo Estatut sí que pueden tener razón, aunque no sepan defenderla. Me entretendré, tan sólo, en la cuestión de la nación catalana. Por momentos parece que se trata de uno de los escollos insalvables. Pero, entonces, ¿por qué el Estado lleva años permitiendo denominaciones como Diada Nacional de Catalunya o Teatre Nacional de Catalunya, por citar sólo dos ejemplos? ¿Por qué hablamos habitualmente de País Vasco o de País Valencià si la acepción habitual de “país” es la que lo identifica con una nación o, incluso, con una estado soberano? (Hagan la prueba: pidan a alguien que les diga 10 países del mundo; muy probablemente, todos serán estados soberanos e independientes.) ¿Por qué, entonces, los vascos pueden tener país y los catalanes no pueden tener nación?
Según el diccionario de la R.A.E. de la Lengua, nación es el “conjunto de los habitantes de un país, regido por el mismo gobierno”; también es el “territorio de ese país”, y el “conjunto de personas de un mismo origen y que generalmente hablan un mismo idioma y tienen una tradición común”. Si buscamos país, es definido como “nación, región, provincia o territorio”.
No entiendo cómo alguien puede pensar que cualquiera de estas definiciones no se corresponden con Cataluña. Del mismo modo que no entiendo cómo alguien puede pensar que no se corresponden con España, por mucho que los catalanistas se empeñen en referirse siempre al “Estado Español”, evitando reconocer la nación española.
La solución a cualquier problema no es negar la evidencia. Hay que afrontar los problemas seriamente y, como ya he dicho más arriba, en este caso la solución no está tanto en forzar a un tribunal a que dicte sentencia a nuestro favor (cada uno a favor de su opinión), sino en reconocer la realidad y adaptar a ella las leyes. No se trata de forzar la Constitución para que acabe diciendo lo que no dice; se trata, si así lo quiere la mayoría, de reformarla.
© Luis María Llena.
Barcelona, noviembre de 2009.
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