domingo, 10 de julio de 2011

Segundo día.

Diriamba, domingo, 10 de julio de 2011.

Día intenso. A las 5 de la mañana nos levantábamos. En parte, por el jet lag y, en parte, porque aquí se madruga mucho. Bueno, en realidad lo que ocurre es que aquí el horario oficial coincide con el horario solar. A las 12 es mediodía, es decir, el Sol está en su cenit. No como en España, que el horario oficial va dos horas por delante del solar; el mediodía es a las 14 horas. Aquí, por ejemplo, los niños empiezan las clases a las 7 de la mañana. Y estamos en pleno curso escolar, porque aquí siguen el calendario del hemisferio sur, el año escolar va de febrero a noviembre.

Por la mañana nos acercamos hasta el Pacífico, hasta La Boquita, donde puede comprarse una libra (casi medio kilo) de langosta por 50 córdobas (unos 2 euros). Visitamos, después, Casares, un pueblito donde los chanchos (cerdos) se pasean por las calles. De hecho, durante todo el recorrido por carretera, diferentes animales (perros y vacas, principalmente) nos salían al paso, con riesgo de provocar accidentes. En el recorrido, nos paró la policía. No ocurrió nada: reconoció a Omar y, tras saludarse, nos dejó continuar. “Es que lo traigo gratis en mi moto-taxi”, ha explicado Omar. (Traer es llevar). Si no, la escena habitual hubiera sido: “Usted sabe que cometió una infracción”, aunque no fuera cierto. Y, a continuación: “Yo te ayudo, hermano, si tú me ayudas”. Y a negociar de qué cantidad se habla.

Lo mejor del día durante la comida, cuando Omar me explicó la historia de su papá:

“Mi papá era un haragán, un borracho. Tomaba mucho. Era carpintero, pero no trabajaba si no venían a buscarlo con algún encargo concreto. Pero todo cambió cuando nació mi última hermana, que ahora tiene 16 años. Mi papá decidió cambiar de vida. Acabó la secundaria (le faltaban 2 de los 5 cursos) y de ahí pasó a la universidad, donde se bachilleró en Derecho. Un antiguo maestro suyo de primaria le pagó uno a uno todos los cursos. Aquel maestro no pedía ver nada, sólo las notas. Mi papá se las enviaba por e-mail a los Estados, donde el maestro vivía. Cuando mi papá acabó la carrera y se bachilleró, le preguntó cómo podía pagarle. El maestro le dijo que no quería nada, sólo pedirle un favor: que él hiciera lo mismo con otro muchacho con talento pero sin recursos. Ahora mi papá ejerce de abogado y le está pagando los estudios universitarios a un muchacho”.

Quizá, escrita por mí, la historia no tiene la misma fuerza que oída contada por la boca y el acento de Omar. Cuando la oía, un cierto temblor me ha recorrido el cuerpo. Con esto, ya basta por hoy.




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