El puente de Todos
los Santos (la noche de Halloween)
acabó en tragedia. Aún impresionados por la muerte de esas jóvenes aplastadas
por la multitud, surge la reflexión. Todas las voces se apresuran ahora (y
desde el momento de la tragedia) a exigir responsabilidades a los organizadores
de esa fiesta. Y así debe ser, si se demuestra que incumplieron la normativa y
la legalidad vigentes (por ejemplo, si se demuestra que vendieron entradas en
número superior al aforo o que no pusieron trabas a la entrada de menores de
edad). Pero quedarse sólo en eso sería un ejercicio de hipocresía colectiva.
Hay que exigir,
también, responsabilidades a las autoridades que se empeñan en actuar (antes y
después) como si no conocieran la realidad de esas fiestas multitudinarias,
como si de verdad creyeran que en ellas los participantes tan sólo se alimentan
de música y de agua.
Hay que exigir
responsabilidades a los padres de menores de edad a los que permiten salir
hasta altas horas de la madrugada. Si esos padres esperan, de verdad, que sus
hijos no puedan participar de eventos como ése o entrar en discotecas (pues
esperan que se les pida el D.N.I. y se les impida el acceso), ¿se puede saber
qué creen que van a hacer sus hijos hasta las ocho de la mañana? ¿Tal vez,
sentarse en un banco del parque a comer pipas y beber Fanta?
Finalmente, hay
que exigir responsabilidades a los propios jóvenes. Al final, cada uno es el
conductor de su propia vida y, por ello, responsable. Si un menor de edad (y no
hablo, precisamente, de niños) entra en un lugar en que no debe, la
responsabilidad es de la organización que no le veta el acceso, pero también, y
sobre todo, suya, pues se empeñó en entrar. La libertad es eso: todos los
controles del mundo (padres, porteros de discoteca, autoridades…) no podrán
impedir que tú hagas algo, si tu voluntad es hacerlo. El reto: encontrar formas
de diversión más allá del exceso de alcohol y de las drogas.
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