Este lunes quiero
hablar de “La voz”, el fenómeno televisivo de esta temporada, que ha llegado a
alcanzar audiencias millonarias, de ésas que ya sólo consiguen determinados
partidos de fútbol.
Lo primero que
tengo que decir es que no he visto ni un solo programa de “La voz” entero. Yo
no puedo estar el miércoles viendo la televisión hasta casi las dos de la
madrugada si el jueves tengo clase a las ocho de la mañana (pero esto es asunto
para otra reflexión). Lo que sé de “La voz” es por esa técnica de Telecinco que
consiste en hacer omnipresentes en la parrilla de programación sus productos de
éxito y, también, porque tengo amigos y conocidos que me la recomendaron.
Creo que es un
producto de calidad, con una buena selección musical y de voces. Sin embargo,
tengo para mí que el éxito no radica sólo en esa calidad sino en la mezcla de
lo musical con lo emotivo, como ya pasó en los inicios de “Operación triunfo”,
cuando Bustamante lloraba en cada programa. En “La voz” lloran hasta los
entrenadores (lo siento, me niego a utilizar el anglicismo, por más de moda que
esté). Y ésa es mi duda: me cuesta creer que las decisiones sean tomadas
individualmente; más bien me decanto a pensar que es el equipo del programa (y
no cada entrenador) quien de verdad decide la continuidad o no de los
concursantes. De todos modos (y salvando las distancias), no me imagino
derramando lágrimas cada vez que algún alumno suspende una de mis asignaturas.
Por otro lado,
cuando yo vi “La voz”, los concursantes lloraban emocionados, tanto los que
resultaban eliminados como los que eran elegidos para continuar. Apagué el
televisor cuando una muchacha, llorando desconsolada, dijo: “Esto es lo peor
que me ha pasado en la vida”. En los tiempos que corren, ojalá todos pudiéramos
decir que lo peor que hemos tenido que afrontar en la vida ha sido resultar
eliminados en un concurso de televisión. ¡Vamos, hombre!
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