Recuerdo cómo mi abuelo Luis me enseñó a ir en bicicleta
(a mí y a una gran parte de la chiquillería del Benabarre de aquellos años, en
la entonces plaza de teléfonos). Nos montábamos en la bici y él nos agarraba
por el sillín. Tras una inicial zozobra, íbamos ganando confianza porque nos
sabíamos sujetados por él, que caminaba a nuestro lado. Cuando nos dábamos
cuenta, él ya hacía rato que nos había soltado y, por tanto, aunque caminaba a
nuestro lado, íbamos ya solos, sabíamos ir en bici.
Así ocurre en la vida con muchas virtudes: nadie puede
enseñarlas, sólo se aprenden por la práctica. Como es inútil una clase teórica
para enseñar a ir en bici, lo es para enseñar ciertas virtudes. A lo sumo, el
educador puede acompañar, sujetar un poco, dar seguridad, pero la habilidad
tiene que adquirirla cada uno, el esfuerzo tiene que ser propio. Ya Aristóteles
(siglo IV a.C.) diferenciaba entre las virtudes dianoéticas y las éticas. Las
primeras pueden enseñarse, decía, pero las éticas se aprenden por la práctica,
por la repetición de actos.
Para Aristóteles, las virtudes éticas eran tres: la
fortaleza, la templanza (moderación) y la justicia. Pero yo creo que esto puede
aplicarse a muchas otras. Por ejemplo, a la constancia. Yo no puedo enseñar a
un alumno a ser constante (en el estudio o en cualquier otra cosa). Yo puedo
acompañarle, mostrarle mi apoyo, animarlo cuando esté desfalleciendo… Pero sólo
él puede aprender a ser constante. ¿Cómo? Siéndolo. Una clase teórica sobre la
constancia no le servirá de nada; sólo la práctica de la constancia lo hará
constante.
Lo que puede hacer el educador es dar ejemplo.
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