La
semana pasada fue en la isla italiana de Lampedusa, como otras los fue en
Sicilia, o en Tarifa, o en Canarias, o en la valla de Melilla. Hace muchos años
que algo similar ocurre en la frontera que separa México de los EE.UU.; tantos,
que casi ya nadie habla de ello. Lo vemos en las noticias, quizá nos emociona, y
ya… Hasta el próximo intento. La vida sigue, después de esa noticia nos cuentan
que el Barça ganó y ya no importa nada más; nos adormecen explicándonos qué
programa veremos esa noche (ya ves, los informativos convertidos en plataforma
publicitaria de la programación de la cadena).
Recordaré
lo obvio: las fronteras son un artificio (aunque a veces se las haga coincidir
con accidentes naturales, como un río o un sistema montañoso). Existen diferencias
culturales y lingüísticas, incluso diferencias étnicas, pero ninguna de esas
diferencias pueden hacernos olvidar que todos somos humanos, miembros de un
mismo género.
Mantenemos
las fronteras porque queremos mantener nuestro status. Por más que haya crisis,
vivimos razonablemente bien si lo comparamos con la vida en otras regiones del
planeta. Hemos nacido en la parte rica del mundo. Tuvimos esa suerte, nada
hicimos para conseguirlo. Pero no queremos perderlo y levantamos vallas, muros,
barreras…
Mientras,
otros arriesgan la vida por saltar esas vallas, por superar esas barreras. ¡Qué
mal deben de estar para arriesgar la vida de ese modo! Qué engañados, también,
sobre lo felices que somos en esta parte del mundo…
El
planeta es uno solo. El género humano también. No podemos ser indiferentes ante
este horror simplemente porque nos tocó la parte mejor.
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