Sé
que algunos se reirán de mí por ello y otros lo considerarán casi una blasfemia
o un sacrilegio; hay tantas necesidades entre los humanos que tal cosa puede
parecer elevar plegarias por un animal.
Pero
hoy recé por una perra. Se llama Tuna, es un teckel de pelo duro, tiene 14 años
y nació del mismo parto que nació mi perra, Polca. Tuna es la perra de mi
padre, que ya ha cumplido 89 años. Los últimos 14, Tuna ha sido su compañera
más fiel e, incluso, me atrevería a decir que, en su demencia senil, ella ha
sido su norte y su brújula. Cada día se ha obligado a vestirse y a salir a la
calle, una vez por la mañana y otra por la tarde, para pasear a su perra. Y no
se perdía, supongo que la perra lo orientaba. Esos paseos (junto a las comidas)
marcaban el ritmo de su vida. Cada vez los paseos eran más cortos en tiempo y
en distancia. Últimamente, ya se limitaban a rodear el edificio. Pero salía.
Ya
no sale. Tuna está muy enferma. El pasado jueves el veterinario nos dijo que
había que ver cómo evolucionaba durante estos tres días de fiesta, para tomar
una decisión el lunes. Mi padre a veces se acuerda y a veces no. Cuando lo
hace, la acaricia y le dice: No te
mueras, Tuneta; no me dejes solo.
Por
eso hoy he rezado por esa perra, a pesar de todas las necesidades humanas.
Pero, si se me permite una exégesis diferente y casi literal del evangelio de
este domingo, aunque no esté bien dar a los perros el pan de los hijos, “también los perrillos se comen las migajas
que caen de la mesa de los amos”. (Mt
15, 27) Aunque sean las migajas de
la oración.
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