Ha
muerto el P. Miguel Pajares.
Descanse en paz. Regresar a España no le ha aportado, al fin, un final
diferente al de sus compañeros que se quedaron en África; el virus del ébola no
ha hecho distinciones. Su recuerdo me empuja hoy a recordar a todas aquellas
personas que, movidas por su fe –unas– o por mera filantropía –otras– son
capaces de dejar su cómoda vida en estas condiciones privilegiadas del primer
mundo en que vivimos y marcharse a otros lugares, lejos de su familia, lejos de
sus gentes, de sus usos y costumbres.
Seguro
que son millones en el mundo los hombres y mujeres que corren ese riesgo.
Porque la muerte del Padre Pajares nos recuerda que el riesgo existe, que tomar
una decisión así no es una broma, ni un juego o mero entretenimiento, sino una
opción de vida que se acepta con todas las consecuencias. Afortunadamente, no
todos tienen un final prematuro, pero el riesgo existe. Y, aun sin riesgo
alguno, está la ofrenda de la distancia de aquello que se ama.
Recuerdo
estos días a mi amigo Javier Rojo,
sacerdote, que después de mucho años en una parroquia de Zaragoza
(públicamente, le doy las gracias por el servicio espiritual prestado a mis
padres, ya ancianos) ha sido destinado a Chile. Y allá se ha ido, a pesar, por
ejemplo, de que sus propios padres tienen también una edad avanzada. Y nunca he
podido ni he querido olvidar a mi alumno Francisco
Javier Mañas quien hace veinticinco años (él tenía 18) decidió cooperar
como voluntario aquel verano en Costa de Marfil, de donde ya no regresó con
vida. Una foto suya tomada en aquel país, rodeado de niños, sigue aún hoy en mi
escritorio.
La
humanidad debe estar agradecida a todos estos hombres y mujeres. Hay quienes,
cegados por su anticlericalismo, no son capaces de reconocer y valorar ese
enorme sacrificio. Yo lo hago hoy públicamente reconociendo el valor tanto de
aquellos que lo hacen por su fe como el de aquellos a quienes simplemente mueve
el deseo de construir un mundo mejor. A todos ellos: GRACIAS.
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