Melilla,
lunes 18 de julio de 2016.
Llegamos
a Melilla el sábado al atardecer. La ciudad es bonita. Una pequeña ciudad que
un madrileño llamaría “de provincias”,
quizá un algo descuidada, anclada en el tiempo. Pero bonita. A mí me lo parece.
“La segunda ciudad española más
modernista, después de Barcelona”, me dice Moha. Pero cuando subimos hacia
el monte, el monte María Cristina, la ciudad deja de ser bonita y es fea y
pobre, sobre todo pobre, con casas bajas, viejas y descuidadas, paredes llenas
de pintadas, calles empinadas y no demasiado limpias, solares llenos de basura…
Es otra Melilla y aquí vamos a vivir con las Religiosas de María Inmaculada
(RMI). “Las monjas del monte”, me
dice Moha; “aquí todo el mundo las conoce
como las monjas del monte”.
Mohamed
es musulmán, pero colabora con las RMI desde hace años. Él fue un niño en esta
colonia urbana y desde hace tres o cuatro años es monitor. Con orgullo me
enseña su ficha de cuando acudía a las colonias como niño.
La
convivencia entre el cristianismo y el Islam es cordial en esta ciudad, al
menos aparentemente. Oímos la llamada a la oración mezclada con el graznido de
las gaviotas. El centro donde nos hospedamos, la casa de las RMI en Melilla, es
un centro cristiano que trabaja, sobre todo, con familias musulmanas. La
hermana Eucaristía, que falleció hace pocos años, era una institución aquí. La
calle pasó a llamarse Hermana Eucaristía.
Su foto junto al oratorio la recuerda. “Ayudó
mucho a mi familia”, me explica Moha.
Por
la mañana no vamos a colaborar con la colonia de la casa, sino que vamos a
trabajar con niños y jóvenes de dos centros de menores: La Purísima y la gota
de leche, los llaman así. El primero sólo acoge a chicos, todos ellos han
atravesado de alguna manera la frontera y están solos a este lado; los de la
gota de leche, son niños abandonados o huérfanos.
Reunidos
en el parque Hernández, hemos jugado con ellos. Me sorprende y enternece ver a
niños y niñas tan jovencitos ya sin padre ni madre, ya empujados a atravesar la
valla en busca de un mundo mejor. Acuden a mí, a nosotros, desde el primer
momento, me preguntan mi nombre, me dicen el suyo, que me cuesta pronunciar y
aprender… Me preocupan los adolescentes, muchachos subsaharianos que pasan todo
el día por las calles de esta ciudad. Con alguno me entiendo en francés. Son
educados y agradecidos, antes de irse vienen a despedirse de mí y a dar las
gracias…
Mañana
volveremos a encontrarnos con ellos. Me gustaría poder conseguir que se
sintieran importantes para alguien, queridos y acogidos… Pero saben que después
de quince días nos iremos. Supongo que su vida está siendo un continuo
despedirse…
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