Melilla, miércoles
20 de julio de 2016.
Esta
mañana, después de desayunar, ha venido a recogernos la coa (que es como llaman
aquí al autobús, debido a la empresa concesionaria: Cooperativa ómnibus de autobuses, C.O.A.). No hemos hecho
oración de la mañana y, en cambio, hemos hecho un recorrido a lo largo de toda
la valla que separa Melilla de Marruecos. Como es sabido, Melilla es un enclave
español en el norte de África, poco más de 12 kilómetros cuadrados entre el mar
y Marruecos. Todo es tal como he visto tantas veces en televisión: una
alambrada, un terreno de nadie y otra alambrada. Después, ya en el lado
marroquí, un foso de unos tres metros de profundidad.
Existen
cuatro pasos fronterizos: Mariwari (Idoudouhen), Farhana (Sidi Guariach), Haddú
(Barrio chino) y Beni Ensar. Los hemos visitado en ese orden. En el primero no
había casi actividad. Es un paso solamente peatonal. Cuando nos acercábamos al
segundo, Farhana, nos hemos encontrado una larga cola de coches ya un kilómetro
y medio antes de la frontera. Eran coches viejos, destartalados. Muchos de
ellos estaban desmontados y llevaban los asientos atados a los maleteros o en
la parte superior del coche. Lo hacen para poder transportar el máximo de
productos. Como invadían todo el carril derecho, el autobús no ha podido
llegar hasta el paso fronterizo; nos hemos bajado y hemos caminado los últimos
doscientos o trescientos metros.
Mi primera sensación ha sido de incomodidad. Sentía que éramos un grupo de turistas, gente bien, con su pantaloncito corto, su camiseta limpia, que íbamos de excursión a ver la miseria humana. He estado tentado de quedarme junto al autobús. Cuando he verbalizado este sentimiento, Bea me ha dicho: No lo vivas de ese modo. Si no es así, no lo verás; y hay que verlo, Luis; hay que verlo para contarlo.
Mi primera sensación ha sido de incomodidad. Sentía que éramos un grupo de turistas, gente bien, con su pantaloncito corto, su camiseta limpia, que íbamos de excursión a ver la miseria humana. He estado tentado de quedarme junto al autobús. Cuando he verbalizado este sentimiento, Bea me ha dicho: No lo vivas de ese modo. Si no es así, no lo verás; y hay que verlo, Luis; hay que verlo para contarlo.
A
nuestra derecha, la fila de coches. Gente que iba y venía a pie. Los
conductores esperaban fuera de los coches, pues la cola no avanzaba; todavía no
estaba abierta la frontera para ellos. Al llegar al paso fronterizo, un
hervidero de gente que iba y venía, que corría, que cargaba paquetes sobre sus
hombros, en sus bicis… En una motocicleta de no más de 49 centímetros cúbicos,
estaban cargando sacos enormes entre el conductor y el manillar. He contado
hasta ocho. La motocicleta se hundía. Otro joven, distinto del conductor, le ha
dado al pedal para arrancarla, y la motocicleta ha salido hacia la frontera
dando pequeñas eses, y la ha atravesado…
Lo
había visto varias veces en televisión y, sin embargo, un escalofrío me ha
recorrido el cuerpo y las lágrimas me han empapado los ojos. ¡Qué vidas tan
distintas de la mía! Y ¿por qué? ¿Qué he hecho yo para merecer vivir mejor,
mucho mejor que ellos? ¿Qué han hecho ellos para merecer vivir en la miseria?
En
el paso fronterizo del barrio chino no había movimiento. Algo más allá, cerca
del paso de Beni Ensar, hemos visto mujeres transportando fardos pesados. Unos
camiones, junto a la frontera, descargan grandes paquetes con productos
básicos, como papel higiénico, latas de conserva u otros. Atraviesan la
frontera llevando esos paquetes. Cada paquete está marcado y alguien lo recoge
al otro lado. Para ello, estas mujeres tienen que hacer largas colas y, en ocasiones,
esperar largo tiempo. También, a veces, sufrir humillaciones de parte de la
policía marroquí. Y todo ello por el módico precio de unos pocos céntimos de euro.
Algunas de ellas regresan aprisa, por si pueden atravesar cargadas la frontera
una segunda vez en ese mismo día, o sea, unos pocos céntimos más…
Llegamos hasta el espigón del puerto sur. Allí, una pared de hormigón de varios metros de alto se hunde en el mar, para impedir que alguien pueda entrar a nado. Paseando, Álex me dice: Y pensar que nos separan sólo diez metros del hambre, de una lucha por la supervivencia, de una vida tan distinta de la nuestra…
Llegamos hasta el espigón del puerto sur. Allí, una pared de hormigón de varios metros de alto se hunde en el mar, para impedir que alguien pueda entrar a nado. Paseando, Álex me dice: Y pensar que nos separan sólo diez metros del hambre, de una lucha por la supervivencia, de una vida tan distinta de la nuestra…
Tengo
claro que hacer vallas más altas no aportará ninguna solución. Dice el refrán
que no se pueden poner puertas al campo. Mucho menos al hambre. No es lógico ni
humano impedir que alguien busque vivir mejor de lo que vive. La solución no está
en levantar fronteras, sino en trabajar
porque al otro lado de la valla vivan como nosotros, con las mismas
posibilidades. Eso no lo verán mis hijos,
ni mis nietos, me dice Álex, no sé si en un arrebato de pesimismo. Yo
pienso que Bea tenía razón. Esto hay que verlo. Esto tiene que saberse. Y ahora
voy y lo cuento.
¡Ah! Y lo del campo de golf frente a la valla, al lado del CETI (Centro de estancia temporal de inmigrantes) es recochineo.
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