Melilla, sábado
23 de julio de 2016.
Es
sábado, día de descanso. Hoy no hay colonias ni trabajamos con los chicos y
chicas del centro de menores. Mientras las monitoras y los monitores se van a
la playa o a pasear por Melilla, el equipo coordinador nos quedamos aquí para
descansar al tiempo que vamos a hacer la compra, a recoger las toallas de los
niños de colonias a la lavandería, a preparar alguna actividad para la semana
próxima, etc.
Yo
aprovecho, también, para hacer una reflexión más pausada sobre cuanto estoy
viviendo estos días. Pienso que no soy un utópico iluso. Comprendo que las
migraciones han de ser controladas de algún modo, para evitar problemas
económicos y problemas sociales. Pero, igualmente, creo que toda persona tiene
derecho a vivir donde crea conveniente. Yo así lo hice: emigré, en mi propio
país, de una región a otra, de una ciudad a otra, porque me pareció conveniente
o, sencillamente, porque me dio la gana. Viví un año en Italia y no me hubiera
importado hacerlo en cualquier otro país si hubiera pensado que allí me
esperaba un futuro mejor. Del mismo modo, entiendo que personas que huyen de la
guerra, del hambre, de la miseria, tienen el derecho a buscar un lugar mejor
para vivir ellos y sus descendientes. Las fronteras son un invento humano y,
como todos los inventos, como todas las leyes, deberían estar al servicio de
los seres humanos. ¿Cómo nos atrevemos a decir de alguien que es un sin papeles? Tal y como le hago decir a
uno de los protagonistas de mi obra de teatro Marcianos decepcionados: “No
sabía que para ser humano se necesitaran unos papeles”.
No
soy un utópico iluso, pero creo en un mundo mejor que tenemos que empezar a
construir ahora. Un mundo donde todos puedan vivir, al menos, como yo vivo.
Algún ecologista me dirá que eso es insostenible, que el nivel de bienestar y
de consumo que tenemos en occidente no se puede exportar, porque nos cargamos
el planeta en cuatro días. Probablemente sea cierto. Probablemente, nuestras
acciones de solidaridad, de ayuda a los más débiles, deban ir acompañadas de
cambios serios, drásticos, en nuestras actitudes cotidianas, en nuestras
propias costumbres, en nuestro bienestar y en nuestro consumismo. Acuciadas por
la falta de agua, algunas monitoras decidieron ayer comprar garrafas de agua
para ducharse. Para ellas eso era un gesto de austeridad, un esfuerzo, un
sacrificio… Y, sin embargo, alguna oyó que los niños de las colonias
preguntaban sorprendidos: ¿Os vais a
duchar con agua de ricos? Dos visiones totalmente contrapuestas sobre un
mismo hecho que me llevan a preguntarme: ¿Con qué ojos miro el mundo? O, como
nos preguntó la hermana María José el otro día: ¿Desde qué lado miro la valla?
No
soy un utópico iluso, pero creo en un mundo mejor que tenemos que empezar a
construir ahora. Con gestos extraordinarios, como puede ser nuestra participación
en este campo de Melilla, que dura quince días. Pero también con gestos
cotidianos en nuestros lugares de origen. ¿Con qué ojos miro yo al indigente
que pide limosna en la calles de mi ciudad, al hombre sin papeles y sin
documentación, a la mujer que malvive limpiando escaleras? ¿Qué estoy dispuesto
a dar en el día a día? ¿A qué estoy dispuesto a renunciar? La riqueza del mundo
es la que es, pero está mal repartida. Si la repartimos mejor, muchos saldrán
ganando pero algunos tenemos que perder irremediablemente. ¿Qué y cuánto estoy
dispuesto a perder? ¿A qué voy a renunciar? Es aquí cuando mi vida se
compromete en la construcción de un mundo mejor, más allá de quince días
sacrificados pero maravillosamente recompensados por las sonrisas de estos
niños. Más allá de esas fotos con niños sonrientes que siempre me recordarán
una maravillosa experiencia veraniega de compromiso, ¿qué estoy dispuesto a
hacer? ¿Qué voy a cambiar en mi vida?
Está
claro que esta experiencia en Melilla no puede dejarme indiferente.
1 comentario:
Gracias, Luis María, gracias por compartir tu experiencia melillense y tus reflexiones. Un abrazo
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