Imparto formación a un grupo de profesores. Entre ellos y yo somos 19
dentro del aula. Son poco más de la una de la tarde y el sudor me recorre
el cuerpo, gotea desde mi frente. Los miro. Las mujeres han sacado ya
sus abanicos. Ellos, como yo, se secan la frente de vez en cuando. Hago
por acabar lo antes posible. A las dos menos cuarto nos vamos. Un soplo
de aire fresco nos recibe en el pasillo. El calendario escolar español,
con amplias vacaciones de verano, tiene una tradición y una razón.
Nuestro clima no nos permite habitar las aulas en esta fecha. Claro que
existe el aire acondicionado, pero eso perjudicaría la sostenibilidad,
la del planeta y la del propio sistema educativo.
De vez en cuando aparecen voces en contra de unas vacaciones tan largas
y que, sin embargo, a aquellos niños que hoy son adultos quejosos, les
encantaban. Me parece absurdo querer igualarnos a Inglaterra en este
sentido, acortando las vacaciones estivales e imponiendo una semana de
ellas cada dos meses, como han decidido en Cantabria. Además, los padres que
hoy protestan por este largo verano también lo harían por cada una de esas
semanas cuando no sepan qué hacer con sus hijos.
Ocurre también con el fútbol. Nuestra liga siempre empezó en septiembre y
no necesitó parón de invierno. En los últimos años ya empieza en agosto,
cuando medio país aún está paralizado por las vacaciones. Nunca me
pareció que hacer lo que hace todo el mundo fuera un buen criterio
de conducta.
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