Ayer
domingo el Papa Francisco proclamó
siete nuevos santos, entre ellos, el Papa Pablo
VI y Monseñor Oscar Arnulfo Romero,
dos hombres por los que he sentido cariño y admiración desde mi juventud.
Pablo
VI fue el Papa de mi infancia. Aún recuerdo a Pilar Piniés por las calles de Benabarre dándome la noticia: “¡El
Papa ha muerto! ¡El Papa ha muerto!” Yo tenía 14 años y la noticia me
impresionó como un acontecimiento histórico, hasta el punto que aun hoy
recuerdo aquella fecha sin esfuerzo: 6 de agosto de 1978. Poco podíamos
imaginar entonces que en menos de dos meses volveríamos a recibir la noticia de
la muerte de un Papa (Juan Pablo I) y a vivir la solemnidad de un cónclave.
Descubrí
a Pablo VI en mis años de estudiante de Teología. Entonces me di cuenta de que en
la España de mi infancia no era un Papa simpático, aunque nadie se atreviera a
hablar contra él (¡sólo faltaría, en un país católico, apostólico y romano!). Conocí
que se había enfrentado al dictador sugiriéndole que, de acuerdo con la
doctrina del Vaticano II sobre la separación de Iglesia y Estado, renunciara a
sus privilegios eclesiásticos, como el de la elección de obispos. El dictador
nunca aceptó y Pablo VI le coló algunos goles nombrando obispos auxiliares, que
escapaban al privilegio del Jefe del Estado. El enfrentamiento definitivo vino
cuando el Papa se opuso a las penas de muerte que, sin embargo, el catolicísimo
gobernante no tuvo inconveniente en firmar. Doy por sentado que su influencia
en la Conferencia Episcopal Española durante la Transición definió el papel de
la Iglesia en aquellos días gravemente históricos.
No
fue fácil su papado. Sucedió al carismático Juan XXIII teniendo una personalidad
muy diferente, culminó el Vaticano II y todas sus reformas, prescindió de
símbolos papales como la tiara o la silla gestatoria, fue el primer Papa en
conceder alguna entrevista, el primero en viajar más allá del Vaticano y dio
pasos de gigante en el ecumenismo (cómo no recordar su abrazo con el patriarca
ortodoxo Atenágoras y el levantamiento de la mutua excomunión vigente desde el
siglo XV). Dicen que era un hombre ascético y profundo, que combatió problemas
graves de conciencia antes de firmar la Humanae
Vitae sobre la regulación de la natalidad.
Yo
lo recuerdo anciano, portando la cruz en el Via-Crucis de Viernes Santo en el
coliseo romano, pero muy probablemente el papado sólo fue la cima, su santidad se había forjado mucho antes.
Monseñor
Romero fue el héroe de mi primera juventud. Había oído a muchos misioneros Pasionistas
hablar sobre la situación que se vivía en Centroamérica, en general, y en El
Salvador, en particular. Aquellas conversaciones despertaron en mí una
inquietud social que aún permanece. Me emocionaba la historia de su “conversión”:
cómo había pasado de ser un jerarca más a identificarse con el sufrimiento de
su pueblo y a enfrentarse con los poderosos. La noticia de su asesinato
mientras celebraba la Eucaristía lo convirtió en un mártir a los ojos de mucha
gente, también a los míos; no entendíamos cómo no se lo canonizaba rápidamente.
Por eso, ayer experimenté la sensación de que, en cierto modo, se había hecho
justicia. Desde el punto de vista humano, claro; desde la fe, nunca he dudado
de que Monseñor Romero (San Romero de América, oí que lo llamaban ayer) gozaba
ya del cielo.
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