"Las
personalidades especialmente exquisitas son más vulnerables que las más zafias;
del mismo modo que una taza es más frágil cuanto de mayor calidad sea la
porcelana".
(LUCA DE TENA, Torcuato. Los renglones torcidos de Dios.)
Ayer,
en mi escuela, empezamos los talleres de
interioridad de este curso. Yo animé, junto con otro compañero, el taller de la
tarde, en el que participó un grupo de 16 adolescentes.
Comenzamos explicando
qué es la interioridad y cuál es su importancia: igual que la perspectiva da
profundidad a un cuadro, la interioridad se la da a la vida. Usamos como
metáfora el iceberg: sobre las aguas es enorme, pero bajo ellas, en el interior
del mar, aún es más grande. E hicimos esta manualidad: cada uno construía su
iceberg y, después, identificaba aspectos de su propia persona que son visibles
a los demás y otros que permanecen ocultos.
A
continuación, trabajamos cinco emociones básicas: alegría, tristeza, rabia,
asco, miedo… Íbamos leyendo la definición de cada una y después intentábamos
recordar un momento de la vida en que la hubiéramos sentido. Lo anotábamos en
un pósit. Expusimos los pósits en la pared y pudimos leerlos, sin saber quién
había escrito cada uno. Para acabar esta parte, cada uno pudo escribir una carta a una emoción. Hubo destinatarios
como la rabia, la culpa, la impotencia, el desprecio y, también, la alegría.
Trabajamos,
después, una visualización sobre la subida a una montaña, que permanece
impasible cuando todo va pasando ante ella: las nubes y los turistas. Y acabamos
con la lectura de un Padrenuestro
especial, que habla de encontrar a Dios en todas partes y que escuchamos
mientras veíamos unos dibujos que habían realizado hijos y sobrinos de una
compañera…
Estoy
agradecido a esos 16 chicos y chicas que abrieron su mente a nuevas
experiencias y su corazón a un desconocido como era yo para ellos, pues no les
imparto ninguna asignatura. Cuando leí algunos de aquellos pósits, cuando
escuché algunas cartas, no pude evitar la emoción. Y pensé que era un grupo
agradecido, que necesitaba experiencias de este tipo. Cuántas veces he pensado
que los jóvenes necesitan cosas que no saben que necesitan o que, si lo saben,
no se atreven a pedirlas y tenemos que brindárselas casi en bandeja. Cuando
escuché sus voces entrecortadas y sus llantos entendí, una vez más, que somos
vasijas frágiles, que cada uno ha construido su propia historia con dolor, que
nadie debe ser juzgado y todos acogidos, acompañados. Comprendí que cada uno es
un misterio al que debemos entrar (siempre con permiso) de puntillas y con sumo
cuidado, para no romper nada, para sanar y no herir. Comprendí que cada uno es
un santuario, tierra sagrada, tabernáculo de la divinidad. Y supe, una vez más,
que se me ha regalado una de las profesiones más hermosas que pueden existir en
esta vida: la de acompañar a los jóvenes.
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