lunes, 12 de noviembre de 2018

EL VALOR DE CADA VIDA. Dmp-7/18-19



Veo las noticias en televisión. Me entero de que los automóviles sin conductor son ya una realidad y si no se ponen a la venta todavía es porque hay que acabar de programarlos adecuadamente para que respondan de un modo concreto ante determinadas situaciones límite.

Entonces, la periodista sale a la calle y pregunta entre la gente cómo resolvería determinados dilemas morales. Por ejemplo: Si tuvieras que decidir si atropellar a una persona o a un grupo de personas, ¿qué harías? Todos los entrevistados responden que atropellarían al individuo: varias vidas valen más que una. Segunda pregunta: ¿Y si tuvieras que decidir entre atropellar a un niño o a un anciano? Todos los testimonios coinciden: al anciano, el niño tiene toda la vida por delante. La respuesta me incomoda, pero lo peor aún está por llegar. La periodista vuelve a preguntar: ¿Y si se tratara de decidir entre atropellar a un ejecutivo o a un indigente? Varias personas responden: al indigente. Sólo una señora dice por fin: “es que yo no puedo decidir entre estas cosas que me propones”.

En pleno siglo XXI seguimos sin creernos que toda vida humana es igualmente valiosa; hay quien sigue pensando que hay vidas de primera y otras de segunda o de tercera. Quienes respondían lo hacían plenamente convencidos; creo que si me leyeran no entenderían que yo pueda defender que la vida de un indigente es tan valiosa como la de un ejecutivo.

El humanismo renacentista comenzó a dar valor al individuo. Se iniciaba así un camino que nos llevaría, con el paso de los siglos, hasta el reconocimiento de los derechos del ser humano. Que a veces sólo son papel mojado, lamentablemente lo vemos cada día en las noticias y hemos de luchar contra ello. Pero que ese desprecio se defienda, incluso, en el plano teórico, me escandaliza.

Como el papa Francisco ha denunciado tantas veces, vivimos la cultura del descarte; empezó con las cosas y hemos terminado aplicándola también a las personas. Cuando una vida no nos parece útil, la desechamos. Incluso desde la buena intención, también desde la fe; ¿quién no ha oído decir de alguien gravemente enfermo que sería mejor que Dios se lo llevara porque, total, para estar así…?

Con treinta y pocos años, en medio de una gran actividad (estudiaba en la universidad, trabajaba en tres escuelas) caí enfermo y tuve que guardar reposo varios meses. Aquello me enseñó que la vida no es sólo lo que hacemos y que, aun cuando no podemos hacer nada, la vida tiene un valor. Pero nuestra sociedad lo olvida.

Puedo llegar a comprender que una madre decida abortar cuando le comunican que su hijo va a sufrir determinadas enfermedades o discapacidades y no me siento capacitado para juzgarla. Puedo llegar a entender que alguien postrado en el lecho solicite la eutanasia. Pero no me parecerán bienes morales defendibles; no me parecerán la mejor opción posible. Cada niño con síndrome de Down, por ejemplo, merece la vida tanto como yo; cada anciano en su demencia, merece la vida tanto como yo. Nadie debería decidir por ellos. Y cuando un enfermo o un anciano optan libremente por la eutanasia, tal vez debamos concluir que hemos fracasado en transmitirle el verdadero valor de su vida.

Cada vida es valiosa por sí misma, no por su utilidad, no por lo que esa persona pueda hacer. Tengo la sospecha de que, si no lo descubrimos, no hemos captado el misterio de la vida.

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