Veo
las noticias en televisión. Me entero de que los automóviles sin conductor son
ya una realidad y si no se ponen a la venta todavía es porque hay que acabar
de programarlos adecuadamente para que respondan de un modo concreto ante
determinadas situaciones límite.
Entonces,
la periodista sale a la calle y pregunta entre la gente cómo resolvería
determinados dilemas morales. Por ejemplo: Si tuvieras que decidir si
atropellar a una persona o a un grupo de personas, ¿qué harías? Todos los
entrevistados responden que atropellarían al individuo: varias vidas valen más
que una. Segunda pregunta: ¿Y si tuvieras que decidir entre atropellar a un
niño o a un anciano? Todos los testimonios coinciden: al anciano, el niño tiene
toda la vida por delante. La respuesta me incomoda, pero lo peor aún está por
llegar. La periodista vuelve a preguntar: ¿Y si se tratara de decidir entre
atropellar a un ejecutivo o a un indigente? Varias personas responden: al
indigente. Sólo una señora dice por fin: “es
que yo no puedo decidir entre estas cosas que me propones”.
En
pleno siglo XXI seguimos sin creernos que toda vida humana es igualmente valiosa;
hay quien sigue pensando que hay vidas de primera y otras de segunda o de
tercera. Quienes respondían lo hacían plenamente convencidos; creo que si me
leyeran no entenderían que yo pueda defender que la vida de un indigente es tan
valiosa como la de un ejecutivo.
El
humanismo renacentista comenzó a dar valor al individuo. Se iniciaba así un
camino que nos llevaría, con el paso de los siglos, hasta el reconocimiento de
los derechos del ser humano. Que a veces sólo son papel mojado, lamentablemente
lo vemos cada día en las noticias y hemos de luchar contra ello. Pero que ese
desprecio se defienda, incluso, en el plano teórico, me escandaliza.
Como
el papa Francisco ha denunciado tantas veces, vivimos la cultura del descarte; empezó con las cosas y hemos terminado
aplicándola también a las personas. Cuando una vida no nos parece útil, la
desechamos. Incluso desde la buena intención, también desde la fe; ¿quién no ha
oído decir de alguien gravemente enfermo que sería mejor que Dios se lo llevara
porque, total, para estar así…?
Con
treinta y pocos años, en medio de una gran actividad (estudiaba en la
universidad, trabajaba en tres escuelas) caí enfermo y tuve que guardar reposo
varios meses. Aquello me enseñó que la vida no es sólo lo que hacemos y que,
aun cuando no podemos hacer nada, la vida tiene un valor. Pero nuestra sociedad
lo olvida.
Puedo
llegar a comprender que una madre decida abortar cuando le comunican que su
hijo va a sufrir determinadas enfermedades o discapacidades y no me siento
capacitado para juzgarla. Puedo llegar a entender que alguien postrado en el
lecho solicite la eutanasia. Pero no me parecerán bienes morales defendibles; no
me parecerán la mejor opción posible. Cada niño con síndrome de Down, por
ejemplo, merece la vida tanto como yo; cada anciano en su demencia, merece la
vida tanto como yo. Nadie debería decidir por ellos. Y cuando un enfermo o un
anciano optan libremente por la eutanasia, tal vez debamos concluir que hemos fracasado en
transmitirle el verdadero valor de su vida.
Cada
vida es valiosa por sí misma, no por su utilidad, no por lo que esa persona
pueda hacer. Tengo la sospecha de que, si no lo descubrimos, no hemos captado
el misterio de la vida.
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