Al amigo que me introdujo en este cambio de
paradigma.
Normalmente
solemos preguntarnos por qué. Y solemos hacerlo cuando nos ocurre algo malo.
Cuando nos diagnostican una enfermedad, por ejemplo, es fácil preguntarse: ¿Por
qué yo? ¿Por qué a mí? Y lo consideramos una injusticia.
Es
curioso que, cuando la noticia inesperada es buena, nadie suele hacerse esa
misma pregunta. Nadie se atormenta preguntándose: ¿Por qué me tocó a mí la
lotería y no a otra persona? Y tampoco cuando disfrutamos de las comodidades
del día a día. No es fácil preguntarse: ¿Por qué yo puedo comer varias veces al
día mientras hay otros seres humanos que mueren de hambre a diario?
Así,
pues, sólo nos preguntamos por qué ante la adversidad y, a menudo, no hallamos
ninguna respuesta convincente.
Quizá
la clave esté en cambiar la pregunta, en pasar del por qué al para qué. No
te preguntes por qué te pasa algo; pregúntate para qué. Este nuevo enfoque puede
ayudarnos a encajar mejor las situaciones adversas porque nos permitirá
dotarlas de sentido.
Desde
la fe parece coherente: no nos preguntemos por qué Dios permite que me pase
algo, sino para qué lo permite. Es decir, preguntémonos qué nos está pidiendo
Dios con esa circunstancia que nos toca vivir. Si hallamos la respuesta,
aquello tendrá un sentido. Y, aun cuando no la encontremos, desde la fe nos
quedará la esperanza de saber que Dios está tejiendo algo importante con ello.
No hay comentarios:
Publicar un comentario