Esta semana he asistido a uno de esos debates (¿?) en Twitter que me descorazonan y me invitan a alejarme de las redes de vez en cuando. El jesuita José María Olaizola, a quien sigo (@jmolaizola), publicó un tweet en el que se mostraba partidario de los consensos frente a la dinámica de vencedores y vencidos. Enseguida le llovieron las críticas: desde el que le invitaba a abandonar la vida religiosa y dedicarse a la política (sic, o como dirían mis alumnos: “tal cual”) a quien evocaba con añoranza las épocas de templarios en las que se imponía la verdad con la fuerza de la espada. Y conocí, con tristeza, cómo sigue habiendo cristianos (católicos, para más señas) que, incluso desde postulados filosóficos, defienden que la verdad se impone y que no hay sitio para el diálogo ni para el consenso… O sea, que quienes aceptamos la Verdad Revelada no tenemos que dialogar. Y que Jesús no dialogó en el Evangelio.
Aquel
mismo día, se proclamaba en la Misa el pasaje del Evangelio de la cananea,
aquella mujer que, desde una humildad y una fe que Jesús alaba, entabla un
diálogo con él y, casi, hasta le corrige, porque Jesús afirma que sólo ha sido
enviado a las ovejas descarriadas de Israel y ella le replica que los perros
también comen las migajas que caen de la mesa de los hijos.
Para
mí es evidente que Dios, Verdad suprema, no ha querido imponerse y nos ha
creado con el libre albedrío que permite a algunos, incluso, negarlo. Es
evidente que aquél a quien reconozco como Camino, Verdad y Vida, no se impuso y
entregó su vida, algo que, como nos recordará Pablo, es un escándalo para la fe
judía y una estupidez para la elocuencia gentil. Pero ésta es nuestra
elocuencia, éste nuestro argumento: el de un Dios que se manifiesta no en el
poder, no en la imposición, sino en la humildad dolorosa de la cruz.
La
primera lectura de este domingo (19º del tiempo ordinario, ciclo A) nos
recuerda que el Dios en quien creemos no se manifiesta en la fuerza de la tempestad,
del terremoto o del incendio, sino en la suavidad de la brisa. Saber
reconocerlo y arrodillarse ante ese Dios que no se impone es un don que pido en
mi oración. La Verdad no se impone con el grito o la espada, se abre paso con
el susurro del testimonio, del amor incondicional, de la generosidad, de la entrega.
Muchas de estas cosas ocurren en el silencio pero son más elocuentes que las
grandes argumentaciones. La elocuencia del Evangelio. La de la cruz.
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